• La crónica. El ciclón Liza
Un día
después de que las nubes lloraron sus abundantes lágrimas, allá, en el panteón
de Los San Juanes, no hubo ni inciensos, ni cirios, ni rezos. Tampoco rosarios
ni misas. Ni santos óleos. Ni siquiera ataúdes. Y más acá, en la ciudad
expectante y angustiada, ni las campanas de las iglesias tañeron el requiescat
in pace.
Ante un
sepulcral silencio de los trabajadores maquinistas, Allí en Los San Juanes,
solo se escuchaba el lúgubre silbar de los pinos, y el aciago rugir de las
frías máquinas que sacaban la tierra de la tierra para hacer aquellas largas
hileras que se convertirían en la colectiva fosa común de muchos seres sin
nombre, sin rostro. De edades indefinidas y ya sin espíritu.
Y en aquella
ocasión, los molinos de viento --los que aún permanecían en pie-- hicieron
batir sus aspas con gran fuerza para elevar oraciones al cielo por los muertos.
Y cuyas oraciones tuvieron eco en el cerro de la calavera que derramó sus
lágrimas a través de sus incontables oquedades. Ellos, fueron los únicos que
tuvieron piedad por los muertos.
Fue cuando
los demonios se soltaron para pactar con la muerte, y cuando los ángeles del
cielo lucharon contra ellos que querían apropiarse de aquellas almas.
Y fue también
cuando en tropel, las almas danzaron en su camino al cielo para buscar un
refugio con San Pedro después de perder su hogar en la tierra.
!Vamos...¡,
fue cuando los periodistas cercaron el horizonte de sombras fantasmales con su
abominable silencio al callar las estadísticas que, --ellos mismos--, en
complaciente contubernio gubernamental las tornaron enigmáticas.
Entonces el
número de muertos se anidó en la mente de los vivos y en seguida brotó de sus
bocas para perderse en el mundo de las especulaciones.
Sí, porque
los periodistas, en esa cohabitación gubernamental dijeron que fueron mil y
pico. Pero las voces pueblerinas que vivieron el terror, decían que casi
llegaron a diez mil.
En otras
palabras, fue en esa misma conspiración donde INFONAVIT escondió los muertos
para soslayar responsabilidad y no cargar con ellos.
Y ese terror,
yo lo viví personalmente, al observar cómo los cadáveres fueron hacinados en la
sala de juntas del hospital Juan María de Salvatierra (Nicolás Bravo). Otros en
un edificio que aún se localiza a un costado de la iglesia del Sagrado Corazón
de Jesús (Ignacio Allende). Y los restantes en el Gimnasio Auditorio, (José
María Morelos), hoy Arena La Paz.
Hasta esas
morgues temporales fue llevada la carga mortuoria de cuerpos deformes, tiesos,
sucios, duros, muchos sin ropa. De madres tétricamente rígidas abrazando a sus
hijos. Otras más con el hijo en sus vientres. Pero todos con el rictus del
terror... de la muerte.
Ya después,
uno a uno, serían envueltos en tela barata, que Bianchi, y yo, nos
responsabilizamos de adquirir en las pocas tiendas de tela que había en la
ciudad.
Bianchi,
aquel sexagenario enjuto y dicharachero, al que todos estimaban y que la hacía
de todólogo en el Ayuntamiento de La Paz era Supernumerario. Yo también.
Esa vez,
hasta nuestros hogares, expresamente enviaron por nosotros.
--Vayan a
conseguir rollos de tela para que envuelvan a los difuntos, porque no hay
ataúdes para tantos. --Nos había ordenado don Jorge Santana González, no sin
antes habernos proporcionado un vehículo el secretario general Carlos Rondero
Savín.
Y la orden
del presidente municipal fue tajante: “!consíganlos de inmediato, sin pretextos
y a como haya lugar, sin importar el precio...¡”.
La macabra y
sombría tarea debía hacerse con celeridad para evitar contaminación, o
transmisión de enfermedades.
Por esos
tiempos, a mis 24 años, los horrores de la muerte sobresaltaron mis sueños
juveniles durante mucho tiempo. Venían a mi mente los cadáveres hacinados en la
parte trasera de pickups y camiones de redilas que llevaban su carga fúnebre a
las improvisadas morgues habilitadas para depositar los inertes cuerpos de la
sinrazón.
No era para
menos. La noche de ese jueves 30 de septiembre la muerte cayó del cielo. Y lo
hizo blandiendo filosas guadañas a través de las gotas de lluvia. Fue cuando
San Pedro, estaba necesitado de almas inocentes, y en alguna tertulia con
Tláloc, acordó que éste abriera las compuertas del cielo para que La Paz se
convirtiera en un gran torrente de agua y entonces él, San Pedro, aventar una
gran red para pescar almas. Así como lo hacen los pescadores cuando capturan
sardina. Porque como sardinas, los cuerpos inertes fueron depositados en
aquellas largas zanjas de los San Juanes, y arriba de ellos la tierra que
empujaban los buldozers, como para que así se cumpliera la vieja y sabia
sentencia del Génesis: pulvis es, et in pulverem reverteris.
Y todos
aquellos que no formaron parte de las estadísticas oficiales, fue porque se los
trago el mar, después de que aún dormidos hicieron esfuerzos desesperados por
nadar en las aguas turbulentas de aquel cruel arroyo. Y después, todos ellos
fueron profanados por cabrillas, pargos, cangrejos, calamares y tiburones. Y
pasado un tiempo, los nocivos permisionarios, aquellos que son reconocidos como
los mayores depredadores de los hombres del mar, harían su agosto con esos
mariscos y pescados que ya satisfechos de carne humana, habríamos de consumir
fritos o en caldo.
Después de
eso, y durante mucho tiempo, ni los crepúsculos ni los amaneceres fueron
iguales aquí. Porque la bahía se llenó de fango tornándose cafesosa,
despidiendo olores putrefactos. Y hasta los pajarillos enmudecieron por el
luto.
Todo ocurrió
esa vez que las crecidas e impetuosas aguas causantes de las desgracias
vinieron del dique reventado. Aquel dique cuya explosión, por siempre ha
pernoctado en el beneficio de la duda.
Y esas aguas
que bajaron del oriente, no conformes con llevarse las casas y los muertos, se
llevaron también las arenas del malecón, dejándonos sin playas.
Por cierto,
la última noche de ese septiembre negro, en el cielo sin estrellas, observé
cuatro atractivas y resplandecientes figuras que con agilidad se movían en
medio de la noche aún joven. Eran los jinetes del apocalípsis que malévolos
danzaban para que lloviera. Pero ellos sabían que cuando Tláloc dormía, no lo
debían molestar. Y esa vez el Dios de la lluvia dormía plácidamente. Entonces
el gran bullicio provocado por los siniestros jinetes despertó a Tláloc. Y lo
hizo tan de mal humor, que, para desquitar su enojo, abrió todas las compuertas
del cielo de sudcalifornia.
En ese
naciente octubre de 1976, allí, en Los San Juanes, tras sepultar toda aquella
carga, el murmullo y descontento de los muertos ocupantes de las tumbas vecinas
no se hizo esperar. Discutían sobre el montón de cadáveres que habían llevado,
y que dizque eran demasiados. Incluso dijeron que les quitaban oxígeno, y que
ya no había espacio para más. En pocas palabras estaban tan molestos que
amenazaron con realizar una huelga de hambre si seguían enterrando muertos a
montones.
El caso fue
que el mitote llegó a oídos de un reconocido general que plácidamente descansa
en su mausoleo, y quien, líder al fin, los apaciguó. Aun así, antes de volver a
descansar en paz, manifestaron su disgusto sobre: “por qué el gobierno no se
los llevó atrás del cerro atravesado, diciendo que: “allá les quedaba más cerca
de donde murieron”.
Y sí, allí en
Los San Juanes estuvo el presidente Luis Echeverría, rodeado de su corte
celestial. Y también el gobernador Ángel César Mendoza Arámburo. Ambos arriba
de un montículo de tierra que les sirvió de tarima para ver mejor la tétrica
faena.
No hubo ni
chascarrillos, ni cuchicheos, ni discursos. Pero sí, en un gran triplay
afianzado con fuertes barrotes, se sembró el epitafio colectivo que reza: “En
memoria de los fallecidos del ciclón Liza. 30 de septiembre 1976”.
Y allí, en
esas hileras del contrasentido, del absurdo y la incongruencia, también se
sembró el olvido.