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Hoy es jueves, 21 de noviembre de 2024

En privado

• La crónica. El ciclón Liza


 

 

Un día después de que las nubes lloraron sus abundantes lágrimas, allá, en el panteón de Los San Juanes, no hubo ni inciensos, ni cirios, ni rezos. Tampoco rosarios ni misas. Ni santos óleos. Ni siquiera ataúdes. Y más acá, en la ciudad expectante y angustiada, ni las campanas de las iglesias tañeron el requiescat in pace.

 

Ante un sepulcral silencio de los trabajadores maquinistas, Allí en Los San Juanes, solo se escuchaba el lúgubre silbar de los pinos, y el aciago rugir de las frías máquinas que sacaban la tierra de la tierra para hacer aquellas largas hileras que se convertirían en la colectiva fosa común de muchos seres sin nombre, sin rostro. De edades indefinidas y ya sin espíritu.

 

Y en aquella ocasión, los molinos de viento --los que aún permanecían en pie-- hicieron batir sus aspas con gran fuerza para elevar oraciones al cielo por los muertos. Y cuyas oraciones tuvieron eco en el cerro de la calavera que derramó sus lágrimas a través de sus incontables oquedades. Ellos, fueron los únicos que tuvieron piedad por los muertos.

 

Fue cuando los demonios se soltaron para pactar con la muerte, y cuando los ángeles del cielo lucharon contra ellos que querían apropiarse de aquellas almas.

 

Y fue también cuando en tropel, las almas danzaron en su camino al cielo para buscar un refugio con San Pedro después de perder su hogar en la tierra.

 

!Vamos...¡, fue cuando los periodistas cercaron el horizonte de sombras fantasmales con su abominable silencio al callar las estadísticas que, --ellos mismos--, en complaciente contubernio gubernamental las tornaron enigmáticas.

 

Entonces el número de muertos se anidó en la mente de los vivos y en seguida brotó de sus bocas para perderse en el mundo de las especulaciones.

 

Sí, porque los periodistas, en esa cohabitación gubernamental dijeron que fueron mil y pico. Pero las voces pueblerinas que vivieron el terror, decían que casi llegaron a diez mil.

 

En otras palabras, fue en esa misma conspiración donde INFONAVIT escondió los muertos para soslayar responsabilidad y no cargar con ellos.

 

Y ese terror, yo lo viví personalmente, al observar cómo los cadáveres fueron hacinados en la sala de juntas del hospital Juan María de Salvatierra (Nicolás Bravo). Otros en un edificio que aún se localiza a un costado de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús (Ignacio Allende). Y los restantes en el Gimnasio Auditorio, (José María Morelos), hoy Arena La Paz.

 

Hasta esas morgues temporales fue llevada la carga mortuoria de cuerpos deformes, tiesos, sucios, duros, muchos sin ropa. De madres tétricamente rígidas abrazando a sus hijos. Otras más con el hijo en sus vientres. Pero todos con el rictus del terror... de la muerte.

 

Ya después, uno a uno, serían envueltos en tela barata, que Bianchi, y yo, nos responsabilizamos de adquirir en las pocas tiendas de tela que había en la ciudad.

 

Bianchi, aquel sexagenario enjuto y dicharachero, al que todos estimaban y que la hacía de todólogo en el Ayuntamiento de La Paz era Supernumerario. Yo también.

 

Esa vez, hasta nuestros hogares, expresamente enviaron por nosotros.

 

--Vayan a conseguir rollos de tela para que envuelvan a los difuntos, porque no hay ataúdes para tantos. --Nos había ordenado don Jorge Santana González, no sin antes habernos proporcionado un vehículo el secretario general Carlos Rondero Savín.

 

Y la orden del presidente municipal fue tajante: “!consíganlos de inmediato, sin pretextos y a como haya lugar, sin importar el precio...¡”.

 

La macabra y sombría tarea debía hacerse con celeridad para evitar contaminación, o transmisión de enfermedades.

 

Por esos tiempos, a mis 24 años, los horrores de la muerte sobresaltaron mis sueños juveniles durante mucho tiempo. Venían a mi mente los cadáveres hacinados en la parte trasera de pickups y camiones de redilas que llevaban su carga fúnebre a las improvisadas morgues habilitadas para depositar los inertes cuerpos de la sinrazón.

 

No era para menos. La noche de ese jueves 30 de septiembre la muerte cayó del cielo. Y lo hizo blandiendo filosas guadañas a través de las gotas de lluvia. Fue cuando San Pedro, estaba necesitado de almas inocentes, y en alguna tertulia con Tláloc, acordó que éste abriera las compuertas del cielo para que La Paz se convirtiera en un gran torrente de agua y entonces él, San Pedro, aventar una gran red para pescar almas. Así como lo hacen los pescadores cuando capturan sardina. Porque como sardinas, los cuerpos inertes fueron depositados en aquellas largas zanjas de los San Juanes, y arriba de ellos la tierra que empujaban los buldozers, como para que así se cumpliera la vieja y sabia sentencia del Génesis: pulvis es, et in pulverem reverteris.

 

Y todos aquellos que no formaron parte de las estadísticas oficiales, fue porque se los trago el mar, después de que aún dormidos hicieron esfuerzos desesperados por nadar en las aguas turbulentas de aquel cruel arroyo. Y después, todos ellos fueron profanados por cabrillas, pargos, cangrejos, calamares y tiburones. Y pasado un tiempo, los nocivos permisionarios, aquellos que son reconocidos como los mayores depredadores de los hombres del mar, harían su agosto con esos mariscos y pescados que ya satisfechos de carne humana, habríamos de consumir fritos o en caldo.

Después de eso, y durante mucho tiempo, ni los crepúsculos ni los amaneceres fueron iguales aquí. Porque la bahía se llenó de fango tornándose cafesosa, despidiendo olores putrefactos. Y hasta los pajarillos enmudecieron por el luto.

 

Todo ocurrió esa vez que las crecidas e impetuosas aguas causantes de las desgracias vinieron del dique reventado. Aquel dique cuya explosión, por siempre ha pernoctado en el beneficio de la duda.

Y esas aguas que bajaron del oriente, no conformes con llevarse las casas y los muertos, se llevaron también las arenas del malecón, dejándonos sin playas.

 

Por cierto, la última noche de ese septiembre negro, en el cielo sin estrellas, observé cuatro atractivas y resplandecientes figuras que con agilidad se movían en medio de la noche aún joven. Eran los jinetes del apocalípsis que malévolos danzaban para que lloviera. Pero ellos sabían que cuando Tláloc dormía, no lo debían molestar. Y esa vez el Dios de la lluvia dormía plácidamente. Entonces el gran bullicio provocado por los siniestros jinetes despertó a Tláloc. Y lo hizo tan de mal humor, que, para desquitar su enojo, abrió todas las compuertas del cielo de sudcalifornia.

 

En ese naciente octubre de 1976, allí, en Los San Juanes, tras sepultar toda aquella carga, el murmullo y descontento de los muertos ocupantes de las tumbas vecinas no se hizo esperar. Discutían sobre el montón de cadáveres que habían llevado, y que dizque eran demasiados. Incluso dijeron que les quitaban oxígeno, y que ya no había espacio para más. En pocas palabras estaban tan molestos que amenazaron con realizar una huelga de hambre si seguían enterrando muertos a montones.

 

El caso fue que el mitote llegó a oídos de un reconocido general que plácidamente descansa en su mausoleo, y quien, líder al fin, los apaciguó. Aun así, antes de volver a descansar en paz, manifestaron su disgusto sobre: “por qué el gobierno no se los llevó atrás del cerro atravesado, diciendo que: “allá les quedaba más cerca de donde murieron”.

 

Y sí, allí en Los San Juanes estuvo el presidente Luis Echeverría, rodeado de su corte celestial. Y también el gobernador Ángel César Mendoza Arámburo. Ambos arriba de un montículo de tierra que les sirvió de tarima para ver mejor la tétrica faena.

 

No hubo ni chascarrillos, ni cuchicheos, ni discursos. Pero sí, en un gran triplay afianzado con fuertes barrotes, se sembró el epitafio colectivo que reza: “En memoria de los fallecidos del ciclón Liza. 30 de septiembre 1976”.

 

Y allí, en esas hileras del contrasentido, del absurdo y la incongruencia, también se sembró el olvido.