• La leyenda goleadora de la Bundesliga, ídolo del Bayern Múnich y campeón mundial con Alemania en 1974 murió a los 75 años
Ciudad de Mexico.- Gerd Müller anotó dos goles en el
partido del siglo en México 70,
entre ambos hubo quince minutos de diferencia; hizo 365 goles en la Bundesliga,
lo que lo hace el máximo anotador del futbol alemán, -Robert Lewandowski sigue
en su cacería aunque con el respeto que le merece-. Fue tal su efecto que
obtuvo dos botas de oro en Europa, hasta Lio Messi cuando rompió su récord de
85 goles en competencias europeas en 2013 le mandó una playera autografiada;
levantó la copa del Mundo en su país en 1974; es el único que ha marcado en una
final de Europa con su club, en una final de selecciones de Eurocopa y en una
final de Copa del Mundo.
Gerd Müller ya no se acordó de nada. Diagnosticado con
Alzheimer en 2015 pasó su último tiempo caminando en sueños, como si Morfeo se
apoderara de él. Su esposa, Uschi Ebenbock, había revelado en noviembre que
dormía todo el día, se nutría a base de papillas, pero en su cama y con los
ojos cerrados, sin saber lo importante que fue para el futbol, llegó su fin.
Gerd Müller dejó de existir a los 75 años después de estar el último lustro
ingresado en una clínica en la que, sin dolor, fue cuidado hasta el fin.
Hasta hace unos meses lo llevaba a la heladería, lo
notaba feliz, pero ahora con el coronavirus no se puede. Sé que no sufrió, pero
no estaba bien, llegó al último de sus días durmiendo, sin abrir los ojos, si
acaso en un lapso fugaz, entonces me alegro de las veces que me pudo mirar”,
contó su esposa Uschi, recordando también cuando se conocieron en un bar en
1965, en un eclipse de miradas que no tuvo resistencia por el encanto de mente,
palabra y melena larga con que se le acercó con cerveza en mano a conquistarla.
Müller nació en Bavaria en 1945 y fue apodado El
Bombardero, aunque bien pudo ser nombrado Amo del Área. Alemania le debe la
maquinaria ofensiva que le dio la Euro de 1972 y el Mundial de 1974, cuando
bajo la tutela de Helmut Schön sólo importaba remitirse al marcador.
Müller cazaba al gol y era a la vez compañero fiel.
Jugaba en atención de los movimientos que hiciera Uwe Seller, quien por mucho
tiempo lo limitó como una sombra sin proyección. La pequeñez de Müller (1.76
centímetros, un pigmeo para ser alemán), le redimía cuando ganaba por aire a
los defensas más voluminosos, mientras que por tierra se revolvía como una
fiera en guardia. En fin, nadie podía concebirlo como alemán.
Era paticorto, aunque sus muslos parecieran dos troncos
de cedro –medían 62 centímetros de diámetro cada uno–, como si disparara de ahí
las bombas, por ello el sobrenombre, pero también fue la antítesis del futbol
mundial: pesaba más de lo que medía.
Pocos reconocerían la magia de Müller y del equipo alemán
porque acabaron con la retórica de Johan Cruyff y los holandeses del Mundial de
1974, precisamente con un gol a su usanza, en corto, cuando el centro de Bonhof
le quedó retrasado y, en un breve espacio de campo, sin aspavientos y girando
sobre su propio eje, la colocó en un rincón de las redes. Alemania, por acabar
con el arte, se convirtió en enemigo común y Müller en una especie de
comandante que no tenía gracia ni para festejar, tampoco vendía revistas como
los demás a pesar de que anduvo a la moda con las patillas y el pelo largo y
ningún niño emulaba ser como él en algún lugar que no fuera Alemania.
Fue la contraposición del delantero: rechoncho, bajo,
aburrido, corría como si le pesaran los troncos de las piernas y, sin embargo,
fue siempre letal, uno de los grandes deportistas de la historia.
Hizo más de 700 goles en su carrera, empezando en el
Nordlingen y después con el Bayer Munich. Sepp Maier o el mismo Franz
Beckenbauer no hubieran acrecentado su mitología sin la ayuda de sus goles,
ellos mismos lo reconocen, “sin él, no éramos nada”. En la Bundesliga anotar un
gol inverosímil, con la cadera, de punterazo, entre cuatro rivales, de espaldas
o con los glúteos, se denominó
'hacer un müllern'.
No soportó alejarse del futbol competitivo, ése que le
corría por las venas. En 1979 se fue a Estados Unidos, a Fort Lauderdale, a
integrarse a la NASL. Terminó por deprimirse y agarró un afiladísimo
alcoholismo tan rápido como cuando se movía en la cancha en una aceleración
mortal. Con el licor ocurre que de la boca al hígado hay pocos segundos y
Müller extrañaba seguir siendo El Bombardero. Quizá la bebida lo remitía a sus
buenos recuerdos pero acabó con sus reflejos.
Pudo restablecerse siendo tajante consigo mismo, pero el
daño era irreversible. Aún pudo ver que el estadio donde empezó en Nordlingen
fue bautizado con su nombre, pero ésa es historia que no reconocería al final,
el Alzheimer había reptado ya.
Su enfermedad no le permitió recordar sus goles, ni
siquiera susurrándole una construcción perfecta de la imagen. Hay cosas que el
lenguaje no puede reparar y el cerebro de un delantero es una de ellas, porque
Müller veía el gol con anticipación,
el área fue su jardín y divertirse con los defensas que lo menospreciaban, su
pasatiempo. Su celebración de brincar con las dos manos en alto, será siempre
el sello de su apellido y por supuesto, el gol.