• Fue un hombre de altos contrastes, indomable, de fuerza inaudita para avanzar en sus investigaciones, y a la par muy generoso con sus colecciones.
Ciudad de Mexico.- “Éramos muy jóvenes todos. Vaya que sí. En aquel agosto
de 1991 apenas, quienes apenas nos iniciábamos en la historia de la fotografía
nos comenzábamos a conocer…”, así comienza el texto que José Antonio Rodríguez
(JAR) me prodigó para el libro de A 180 años de la fotografía en México,
que actualmente se encuentra en la prensa de la Uia.
Es cierto, ahí nos
encontrábamos no todos, pero sí la mayoría de los que dábamos nuestros primeros
pasos para configurar la fotohistoria mexicana. Fue un coloquio organizado por
Samuel Villela, Octavio Hernández y Alejandro Castellanos que se
intitulaba Reflexión sobre la imagen. Encuentro para el
análisis de la investigación sobre la fotografía en México, en el auditorio
Sahagún del Museo Nacional de Antropología, del Instituto Nacional de
Antropología e Historia (INAH).
La narración de
José Antonio Rodríguez de ese encuentro muestra sus virtudes periodísticas que
había iniciado unos 10 meses antes en su columna “Clicks a la distancia”, en el
diario El Financiero, donde mostró el panorama de los que
incursionábamos en ese momento en los grandes temas. Ahí estuvo con su hermoso
sombrero de fieltro el periodista e historiador Antonio Rodríguez –el
portugués–, Aurelio de los Reyes, Antonio Saborit, John Mraz, Ricardo Pérez
Montfort, quienes tenían más experiencia en el medio, hasta nosotros los
novatos que apenas asomábamos la nariz por ese mundo. Por cierto, esa columna
semanal que escribía JAR duró un par de décadas y desde donde se convirtió en
el único fotocrítico del país, que sistemáticamente escribió, analizó y criticó
la fotografía en sus múltiples veredas. También desde ahí hizo grandes amigos y
otros enemigos que se enfadaban por su lenguaje sin filtro, claro y
contundente, como lo fue él a lo largo de su vida, del que nunca cejó.
El legado de José
Antonio abarca muchos perfiles, pues inició en 1984 en Tabasco organizando la
fototeca del estado, lo que le confirió el gusto por trabajar la historia matria o
microhistoria regional. Su huella la legó desde el periodismo, la
investigación, la difusión, la docencia, la academia que tanto rechazó y que al
final realizó desde la Dirección de Estudios Históricos del INAH, donde tuvimos
la fortuna de tenerlo por sólo cuatro años. En el momento en que dejó de ser
investigador independiente, ya era doctor en historia del arte por la
Universidad Nacional Autónoma de México; debo aclarar que no perdió su estilo
contundente, serio, cabal y, por supuesto, lleno de controversia a su
alrededor.
Porque así fue: un
hombre de altos contrastes, indomable, de fuerza inaudita para avanzar en sus
investigaciones, y a la par ser un hombre muy generoso con sus colecciones
fotográficas, documentales y bibliográficas, donde tenía tesoros de gran cuño,
que compartía sin igual. Fundador y editor de la revista Alquimia (1997-2016),
le dio presencia en el medio y peleó grandes batallas en el INAH para mantener
su independencia, logrando una impecable edición, pues él mismo se iba a pie de
imprenta a revisar su impresión. Invitaba a coordinadores especiales para cada
número para poner nuevos temas en la palestra desde ese tintero maravilloso;
ahí estuvieron los expertos, los iniciados y las jóvenes plumas, todos tuvieron
su oportunidad en esas páginas de tan preciada revista. Más de una vez escuchó
los argumentos y contrargumentos que le dábamos, aguantó las críticas duras de
un grupo de muchachos en el Seminario de la Mirada Documental (Instituto
Mora-DEH-INAH), como señala Alberto del Castillo, y tal vez por ello, halagó el
trabajo de esos jóvenes.
Los libros que
realizó son importantes aportaciones fotohistoriográficas, pero sobre todo con
temas vanguardistas y con una calidad que le merecieron múltiples premios, pues
su preocupación como editor era evidente y era muy exigente. Desde aquel
pionero libro sobre la Fotografía y sociedad en Querétaro (1989),
realizado al lado de su compañera de vida Patricia Priego, con quien trabajaba
hombro a hombro en la corrección de estilo, en la puesta en página en largas
jornadas y quien lo acompañó en salud y enfermedad con un ánimo inquebrantable.
La salud de José Antonio desmejoró desde 2017. Al hombre robusto lo vimos
adelgazarse, caminar despacio. No perdió su ritmo ni su agudeza mental, la cual
mantuvo hasta la última reunión que tuvimos el 9 de marzo, antes de su
lamentable deceso. Apenas había cumplido 60 años en febrero y preparaba dos
trabajos que iban a nutrir de nuevo la fotohistoriografía: sobre los aparatos
técnicos pre y fotográficos y otro sobre la obra de José María Lupercio, el
fotógrafo de Jalisco.
La familia de la
fotohistoria está de luto y el mejor homenaje, además del que estamos por
organizar, será, como dicen los alumnos, leerlo, profundizar sus estudios y
seguir siendo críticos para que la fotografía mexicana mantenga su lugar
propio. José Antonio Rodríguez abrió camino al andar entre bromuros, negativos
y textos imborrables, es la herencia que nos deja como huella por el mundo,
misma que debemos habitar.