• Las esculturas de Casarín han estado condenadas a la trashumancia
CIUDAD DE MÉXICO.
En
su existencia de más de un siglo, los Indios Verdes, llamados así por el color
que les da la oxidación del bronce, han estado condenados a una trashumancia
que al parecer está próxima a terminarse, pues se informó que se analiza que
las estatuas sean nuevamente instaladas en el Paseo de la Reforma, donde por
primera vez estuvieron a la vista del público, a partir de septiembre de 1891,
dos años después de que habían sido fundidas y guardadas en una bodega.
Las obras son del escultor y
pintor Alejandro Casarín y representan a Tizoc y a Ahuizotl, séptimo y octavo
hueytlatoques de México-Tenochtitlan. Cada una pesa cuatro toneladas y tiene
casi seis metros de altura. Colocadas sobre pedestales de mármol negro frente
al Caballito, representación ecuestre de Carlos IV ejecutada por Manuel Tolsá,
lo que motivó una intensa campaña racista. El Tiempo, en un
artículo titulado Las momias aztecas del Paseo, dijo: “¡Qué
contraste tan infeliz forman con la magnífica escultura de Tolsa!”.
Los fifís de entonces
consideraban aquellas esculturas incompatibles con el gusto afrancesado de la
época. Casarín, prisionero de los invasores durante la intervención, fue
deportado y en París se relacionó con Daumier, Corot y Millet y trabajó en el
taller del entonces celebérrimo Ernest Meissonier. Pese a tales influencias,
buscó imprimir rasgos y anatomía indígenas a las esculturas, pues entonces el
arte mexicano andaba en busca de lo que se llamó “la expresión nacional”.
Los refinados criticaron con
severidad que la entrada a una avenida tan bella y elegante tuviera como
custodios a un par de indios, pues eran tiempos en que la península de Yucatán
ardía con la guerra de castas; y, en los estados del norte, apaches y comanches
eran cazados como fieras y hasta 200 pesos era el pago por la cabellera de cada
“bárbaro” asesinado.
Muy críticos fueron José María
Marroquí y Manuel G. Revilla, pero más duro fue un anónimo redactor de El Universal: “Para
un partidario de la teoría darwiniana no son tan feos. Son más humanos que un
gorila”. Otro periodista señalaba que “las proporciones de los miembros pecan
contra las leyes anatómicas” y aun sugería hacer candelabros con el metal de
las estatuas. Más lejos llegó el racismo del arquitecto Manuel F. Álvarez,
quien comentó que “mejor hubiera sido convertirlas en centavos”.
El Monitor Republicano demandaba
suprimir “los ridículos y antiestéticos muñecotes… Los turistas que visitan
esta capital creen que esos adefesios son obra de los primitivos pobladores del
Anáhuac y que nuestro ayuntamiento los conserva allí como reliquias
arqueológicas. Así opinan los que nos juzgan favorablemente. En cuanto a los
que sepan que son obras contemporáneas, nos calificarán seguro de salvajes”.
La campaña rindió sus frutos y en
1899, por orden del aristocrático gobernador del Distrito Federal, Guillermo de
Landa y Escandón, “las monstruosas estatuas de bronce”, como les llamó José de
Jesús Núñez y Domínguez, fueron retiradas de su emplazamiento original para ser
colocadas, dos años después, donde empezaba el Paseo de la Viga, lo que estaba
en armonía con su carácter indígena, dijo El Arte y la Ciencia.
En los años 30, el Paseo de la
Viga entró en una marcada declinación y en 1937 las estatuas fueron colocadas
en Insurgentes Norte, frente al acueducto de Guadalupe, en una glorieta que la
gente llamó de los Indios Verdes, que se convirtió en un punto de referencia.
En 1979, Tizoc y Ahuizotl fueron
desplazados hacia el norte, sobre la misma avenida de los Insurgentes, para
quedar ubicados cerca de la estación del metro que inevitablemente llevaría su
nombre: Indios Verdes. Ahí permanecieron más de un cuarto de siglo, pero en
2005, nuevamente las esculturas fueron movidas, esta vez hacia el sur, hasta su
actual ubicación en el Parque del Mestizaje, de Insurgentes Norte y calzada
Ticomán.
Alguien dijo que mientras la
estatua ecuestre de Carlos IV fue colocada en una bellísima plaza para que
pudiera ser admirada, a los Indios Verdes se les ha ido arrinconando en
cualquier sitio, cada vez más lejos de la mirada pública. Se trata, dicen, de
un acto de discriminación contra estos monumentos por una sencilla razón: son
indios.