• Un director de cine debe tener voz, y él la tuvo. Que la usara o no, era cosa suya, a veces taciturno y discreto
Ciudad de México
Su presencia era turbulenta y sólida.
Uno podía decir cuando él se aparecía: “Vaya, al fin hay alguien en
este cuarto”. Aunque era grande, podía parecerlo más por la intensidad de esa
presencia. Un director de cine debe tener voz, y Paul Leduc la tuvo. Que la
usara o no, era cosa suya, a veces taciturno y discreto. Pero cuando se
expandía, uno detectaba el duende violento que reflejan ¿Cómo ves? (1986)
y en mayor escala El cobrador: In God We Trust (2006). Su primer
largometraje, y primera obra maestra, Reed: México insurgente (1973), relata
reporterilmente una revolución. Su tema es la violencia. Pero también su
contrario: es el cineasta contemplativo, plástico, lacónico de Frida,
naturaleza viva (1984). En su manierista puesta en escena
de Barroco (1989)
propone una lectura de la invención de América, a partir de Alejo Carpentier y
la música, que nos deja sin palabras.
Tales extremos definen el conjunto de su
obra, sin traicionar nunca este lado de la historia. Es, si alguno, el cineasta
más consistentemente de izquierda en México, dentro de que hay otros como Jorge
Fons o Alberto Cortés.
Con el tiempo, su cine se fue volviendo muy
antimperialista, hasta el extremo de Dollar Mambo (1993), el amargo musical de la
invasión criminal de Estados Unidos a Panamá, y también otra de sus obras
maestras.
Hombre de ideas fijas hasta lo obsesivo, como
todo el tiempo se le ocurrían nuevas ideas lo mismo para el cine que para sus
cruzadas quijotescas, tenía muchas ideas fijas y se dejaba guiar por todas
ellas. Paul está loco, decían sus amigos. De allí se desprende que su obra
sea tan variada en temática y forma narrativa, y a la vez conserve un sello
inconfundible, como los cuentos de Julio Cortázar.
Se tomaba riesgos constantes: políticos,
cinematográficos, existenciales. Siempre yendo hacia adelante y del lado que
sabía justo, el de las clases populares, los indígenas, las resistencias.
En Barroco y El
cobrador explotan ante nuestros ojos los abismos de clase en
modo muy diverso. Hay ahí una unidad de fondo: el compromiso. ¿Quién como Paul
Leduc ha hecho un cine con tan sistemática implicación social? De vida y obra
no tuvo nada que ver con el cine burgués de los tres compadres y
tantos otros que ponen los ojos en Hollywood y los grandes festivales, y se
exportan con eficaz oportunismo. El de Paul es un cine mexicano y
latinoamericano sin fisuras.
También daba pasos sin huarache. Lo rondó la
cabeza de la Hidra. Tuvo proyectos que no amarraron nunca, como Bajo el
volcán. Como todo gran cineasta, apostaba al fracaso con
enjundia, pues un provocador es un provocador. Hasta consigo mismo.
Sus afinidades fueron muy claras. Con los
escritores. Con sus actores: Ofelia Medina, Roberto Sosa, Claudio Obregón,
Blanca Guerra, Dolores Pedro, Peter Fonda, Ernesto Gómez Cruz. O las
apariciones del rock y otras músicas, los cameos y papeles secundarios de Tito
Vasconcelos, Héctor Ortega, Javier Molina, Rolo Rodríguez y
tantos más. No trabajaba con pendejos.
Conocí a Paul desde los años 70 al calor de
la insurgencia sindical de Rafael Galván y el fallido experimento nacionalista
revolucionario del Movimiento de Acción Popular (MAP), pronto fundido con el
Partido Socialista Unificado de México (PSUM). Con el tiempo, esa corriente se
perdió en la encrucijada Carlos Salinas de Gortari-Cuauhtémoc Cárdenas, cuando
sus miembros optaron por el primero pese a ser portadores de la corriente
cardenista originaria, un tronco de afinidad con el neocardenismo a la alza. Ni
siquiera entonces Leduc perdió la brújula ni dijo aquí me bajo.
El iracundo final de El
cobrador le costaría la amistad de muchos, especialmente en
España, vacunados contra cualquier terrorismo. Lo dicho, se tomaba sus
riesgos sin que le temblara el pulso. ¿A qué otro se le ocurriría acometer
milagrosamente el remake del remake de Santa (Latino
Bar, 1991) en la vereda tropical?
Muchas aventuras las escribió con José
Joaquín Blanco, sorprendentemente las más lacónicas, y de lo mejor de ambos.
Sus dados podían caer del lado de la Historia, o de las funciones de medianoche
y las historias callejeras que tan bien supieron leer tanto Leduc como Blanco.
La tecnología, la curiosidad y las dificultades para realizar sus películas lo
orientaron hacia la animación y la utilización pedagógica del arte (La flauta de
Bartolo o la invención de la música, 1997).
Su antimperialismo se tornó angustiado
antifascismo con el ascenso de Trump y Bolsonaro. Sumó su obsesión a la de
otras mentes nobles como Noam Chomsky y Caetano Veloso para detener la rampante
pesadilla de todo verdadero izquierdista. Muy brechtianamente, quiso
adelantarse a la tragedia con las armas de la propaganda y el humor mediante
un survival
kit de documentación antifacha que animó por Internet hasta sus
últimos días.
Con él se va uno de los últimos genios vivos
que quedaban del pasado mexicano reciente, ese que se inició en 1968 y se
termina otro poco cada que nos deja una de sus grandes cabezas.