• El Museo Morelense de Arte Contemporáneo exhibe desde hoy la muestra La Compañía, con 20 óleos de gran formato
CIUDAD DE MÉXICO.
Hay
un sedimento de romanticismo literario en la obra de Daniel Lezama (Ciudad de
México, 1968), aunque sus piezas son escenarios de provocación y choque, como
se aprecia en La Compañía, un conjunto de 20 óleos que exhibe, a partir de hoy,
en el Museo Morelense de Arte Contemporáneo (MMAC), en los que revela la
creación de un espacio mítico y aborda temas como la alquimia, la modernidad,
el poder de la naturaleza y la creación humana.
Es un conjunto de obra diferente
de lo que estaba trabajando, es una ventana indiscreta a mi interioridad como
artista, como si fuera un trabajo tras bambalinas”, afirma el artista que en
2001 ganó el Premio de Adquisición de la X Bienal Tamayo y ha participado en
más de 100 exhibiciones individuales y colectivas, entre las que destacan
Grandes Maestros del Siglo XX, en el Museo MARCO; la Segunda Bienal de Beijing
y El Mito de Dos Volcanes en el Palacio de Bellas Artes.
En 2018, su nombre circuló en los
noticieros, tras la muerte de su hijo, ante lo cual pide se deslinde su trabajo
artístico de lo personal, y adelanta que prepara una magna exposición
retrospectiva en la Ciudad de México, para 2022, y trabaja en un cuadro
dedicado a Pedro Páramo, obra de Juan Rulfo.
Sobre el conjunto que integra La
Compañía, Lezama cuenta que el origen está en su infancia, cuando escalaba el
Iztaccíhuatl, con su padre, y descubrió una región donde se asentó la Compañía
de Papel San Rafael.
Dicha empresa se propuso, en el
siglo XIX, un tema de positivismo científico para habitar la montaña sagrada y
entablar un diálogo entre explotación, amor, odio y encuentro fortuito.
Finalmente, aquella aventura fracasó, apunta el artista conocido por obras como
La gran noche mexicana.
Al final, lo que hicieron los
positivistas fue una aventura, ellos construyeron una ciudad ideal en medio de
la nada, en una montaña con carácter sagrado, e intentaron explotar o
recanalizar la energía de la naturaleza. Evidentemente primero triunfaron y
luego fracasaron”, comenta a Excélsior.
Entonces, el artista se propuso
jugar con esa materia y representarse a sí mismo como una fábrica que crea
sentido, personajes, escenas, colores, pigmentos y concebir un ritual de
fabricación que metaforizó en la obra.
Una de las piezas es Visor, en la
que aparecen dos niños exhaustos, tumbados sobre un sofá, ante la mirada de dos
adultos en una atmósfera viciada, donde se crean pequeñas figuras antropomorfas
con materia prima de un origen incierto.
No se sabe si los niños están en
un trance o cansados de haber producido manualmente esas esculturas, y ese
trance es utilizado por los adultos, que hacen una especie de sesión
espiritista donde las esculturas cobran vida”, interpreta el artista.
Así que, en este cuadro “yo no
hablaría de trabajo infantil, sino de procesos y del agotamiento interior al
crear una escena que contiene magia o alguna significación, donde el niño que
tenemos dentro se agota mientras crea”.
¿Hay alquimia en estos cuadros?
“Hay un proceso de alquimia, porque todo lo que hace un pintor es convertir una
cosa en otra. Sus materiales los convierte en portadores de sentido, que es una
forma de alquimia sencilla, pero poderosa. Hay mucho de alquimia, que es una
falsa ciencia, en esta pintura. Es como jugar a representar una ciencia que no
existe. La imaginación también es alquimia”.
¿Por qué algunos personajes nacen
de recipientes? “Es como si nacieran personajes de unas colonias de bacterias y
en una plancha de cobre se genera una corriente eléctrica o un rayo gamma y se
jugara con la ciencia, como si fuera una metáfora de la creación. Es un juego
que tiene que ver con representar una seudociencia de lo que es un acto de imaginación,
como un acto de seudofabricación o producción industrial”.
Aunque la infancia redunda en la
mayoría de las piezas, Lezama advierte que no es así. “La infancia como tal no
está ahí, sino la energía primordial o la parte inocente de la creación”.
Además, una de sus mayores búsquedas es el acercamiento a la madre de todas las
ficciones, es decir, realizar una pieza creíble, aunque no sea real”, advierte
el creador de un estilo naturalista.
¿Cuál es la crítica en esta obra?
“Estoy de acuerdo con la crítica, pero hay que modular la palabra. En el caso
del arte, la labor crítica es el hecho de existir y el contraponer un mundo a
nuestro mundo. Ésa es la crítica más demoledora que puedes realizar, es decir,
la creación como crítica y no la creación como discurso crítico”.
En este caso –añade– cuando
utilizas la realidad para contraponerla a otra realidad, estás entrando en el
terreno de la construcción. Construir una casa es una crítica a la naturaleza,
construir un coche es una crítica al caballo y un cuadro es una crítica a la
realidad”, abunda.
¿Hay un sentido en los colores y
en el barroco de estas piezas? “Al ser escenarios tras bambalinas, los colores
brillantes representan una etapa primaria o una materia no elaborada. En esta
producción no hay un espacio neutral vacío ni un fondo para lo que está
pasando. En mi obra anterior era distinto, pero aquí no, pues cada centímetro
es importante”.
Por último, refiere cuál es la
mejor ruta de abordaje para su obra: “La mejor ruta es el romanticismo, porque
mi educación sentimental se dio a través del romanticismo y la poesía. Mi
visión del mundo es sensorial y emocional del mundo”.
¿Cabe alguna rebeldía de la
naturaleza en estas piezas? “La naturaleza no es pasiva, pero tampoco hablo de
algo rebelde. Además, lo humano también es naturaleza, y el humano es rebelde”,
concluye.