• A 230 años de la aparición de la escultura, Leonardo López Luján publica un ensayo basado en un expediente inédito
CIUDAD DE MÉXICO.
La
mañana del 13 de agosto de 1790 apareció, en el ángulo suroeste del actual
Palacio Nacional, cuando se hacían trabajos de remodelación en la Plaza de
Armas (Zócalo), una escultura monumental que, un siglo después,
se sabría que era Coatlicue, la madre mexica de los dioses, el Sol, la Luna y
las estrellas.
Así –la deidad decapitada y
amputada, con falda de serpientes, los pechos caídos y un collar de manos y
corazones humanos rodeando su cuello, que representa, por su atuendo, la
desgracia y la muerte, pero también la vida y la guía del renacimiento– fue
vista por primera vez tras siglos de estar enterrada.
Los sorprendidos José Damián
Ortiz de Castro, responsable de la obra, el alabardero o guardia José Gómez,
quien estaba a la entrada del Palacio Real (Nacional) y Juan Andrés Gutiérrez y
Pedro Joseph Esquivel, dueños de una mercería y una cacahuatería,
respectivamente, fueron los primeros testigos y se refirieron a la piedra como
“el ídolo sin pies ni cabeza”.
Estos testimonios, contenidos en
un expediente inédito que data de 1790, encontrado por el arqueólogo Leonardo
López Luján (1964) en el Archivo Histórico de la Ciudad de México, se
publicarán por primera vez en el ensayo El ídolo sin pies ni cabeza. La Coatlicue a finales del México
virreinal, editado en la colección popular Opúsculos de El Colegio
Nacional.
El documento manuscrito, explica
el investigador del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) en
entrevista con Excélsior, fue dictado el 7 de octubre de hace 230
años por el corregidor intendente al escribano Juan Antonio Gómez; y reúne las
declaraciones que hicieron dos protagonistas y dos testigos del hallazgo, así
como las instrucciones que se giraron para que el monumento fuera trasladado a
la Universidad Real y Pontificia.
La Coatlicue fue el primer
monolito mexica en emerger de la tierra gracias a los trabajos de nivelación de
la Plaza Mayor emprendidos por el entonces virrey Juan Vicente de Güemes
Pacheco de Padilla y Horcasitas, segundo conde de Revillagigedo. Los otros dos
fueron la Piedra del Sol, hallada unos meses después, el 17 de diciembre de
1790; y la Piedra de Tízoc, encontrada el 17 de diciembre de 1791.
Algo que hace única a la
Coatlicue es que está decapitada y amputada. Lo que se ve arriba no es
su cabeza, sino dos serpientes que se encuentran frente a frente, en una
solución estética muy particular; se ha coincidido es que éstas son dos flujos
de sangre. Y si se asoma uno por debajo de la falda, se ven unas garras de
águila, no tiene piernas humanas”, detalla.
El director del Proyecto Templo
Mayor dice que este expediente es “el gran descubrimiento del origen de esta
obra” y que no es arqueológico, sino histórico. “Surge del interés del virrey
Revillagigedo en conocer las características y las circunstancias del hallazgo
de esta extraña escultura. Por órdenes de él, se tomó la declaración a los
involucrados. El documento es una maravillosa instantánea fotográfica de ese
momento memorable. Cuenta cómo apareció la piedra y qué pensaban de ella”.
DEBATE Y RECEPCIÓN
López Luján comenta que, de
lo que descubrió en el expediente inédito, le interesó narrar dos dimensiones
más sobre la Coatlicue: “el debate agrio” que desató en los
círculos ilustrados de la capital novohispana y la recepción tan diferente que
tuvo esta obra maestra del arte mexica, en comparación con la Piedra del Sol.
Había ya verdaderos sabios que
empezaban a estudiar el arte prehispánico. Se desató una discusión que se
publicó tanto en la prensa local, como en diversos libros. En ella participaron
el polígrafo Antonio Alzate y Ramírez, un criollo que firmó con el seudónimo de
Ocelotl Tecuilhuitzintli, el astrónomo y anticuario Antonio de León y Gama y el
jurista del Colegio Ilustre de Abogados José Ignacio Borunda.
Lo interesante es que ninguno de
ellos le atinó a quién representaba la escultura. Hasta después de supo que se
trataba de la diosa Coatlicue; esto lo hace Alfredo Chabero a finales del siglo
XIX”, narra.
El miembro de El Colegio Nacional
y de la Academia Británica agrega que, en la tercera sección del libro de 118
páginas, aborda el asunto de la perfección del monolito.
Unos meses después, aparece a
unos cuantos metros de ahí la Piedra del Sol. Lo que más me sorprende es cómo
estas obras, descubiertas prácticamente al mismo tiempo, fueron vistas de una
manera totalmente distinta.
Por un lado, la Piedra del Sol es el ejemplo máximo de la
sabiduría mexica en matemáticas, geometría y astronomía, la cara positiva de la
sociedad mexicana. Del lugar donde la hallaron, la llevaron a la Catedral y la
empotraron en la torre nueva. Durante cien años estuvo exhibida a todos los
transeúntes. Es decir, la juzgaron como algo digno de ser mirado”, añade.
Por el contrario, señala, a la
Coatlicue se la llevaron a un rincón de la Universidad Real y Pontificia. Para
ellos simbolizaba la guerra y el sacrificio. Al poco tiempo, los dominicos que
dirigían la universidad decidieron enterrarla, arguyendo que esa piedra sería
una mala influencia para los estudiantes y que los indígenas entraban a escondidas
y le rendían culto”.
El arqueólogo indica que la
deidad decapitada fue desenterrada en dos ocasiones: en 1803, durante 20
minutos, a petición de estudioso Alejandro de
Humboldt; y, en 1823, cuando el inventor William Bullock solicitó hacerle una
copia en papel maché y se la llevó a Londres para exhibirla. “En 1825, el
primer presidente de México, Guadalupe Victoria, la desenterró y la puso como
obra de arte en el nuevo Museo Nacional”.
López Luján concluye que la
Coatlicue “es una de las máximas expresiones de la plástica mexica. Nadie pasa
ante ella sin quedar impactado por su belleza o por su monstruosidad. Tiene un
magnetismo espectacular”.