• "Para hablar de salud mental es necesario evadir las estigmatizaciones frívolas y las soluciones determinadas por la publicidad de la ganancia inmediata"
Ciudad de México
Heidegger tiene una serie de conceptos para
hablar del confort que da vivir en la ignorancia, describiendo a quienes se han
quedado atrapados en el mundo de la mera opinión, con lo que llama —utilizando
un juego de palabras— das Man. El término se traduce en español como “lo uno”,
y explica ese contexto impersonal, masivo, que nos hace decidir y creer lo
mismo que la mayoría.
En este sentido, dejarse absorber en “lo uno”
implica no querer salir de la “medianía” que, entendida de forma menos cordial,
es una “caída” (Verfallen) constante en la mediocridad. Verfallen, por su
parte, también se traduce como “ser esclavo”, un sentido que considero más
adecuado para entender a ese hombre o mujer absortos en la inmediatez y la
banalidad de lo cotidiano, sujetos a una mirada alienante de la existencia.
Dejarse llevar por “lo uno” implica ser
esclavos de las interpretaciones rápidas, de la opinión fácil, de las
habladurías: de chismes y conjeturas sin fundamento. Pero también, el estar
alienados a lo uno nos conduce a la constante búsqueda de “novedades” y a la
“ambigüedad” frente a lo que en realidad conocemos. La “avidez de novedades” se
ejemplifica con la falsa curiosidad en muchas cosas y el afán de sentirse
especialistas un rato en un tema, y al momento siguiente, en otro, saltando de
la habladuría a la charlatanería, sin realmente llegar hasta el fondo del
asunto que se pretende comprender.
Me gusta el anterior dibujo heideggeriano
para pensar las interpretaciones triviales y comunes alrededor de la salud
mental. Como la consideración habitual de que la depresión es una falta de
voluntad que desaparece, así sin más, con “echarle ganas a la vida”. Las
habladurías masivas alrededor de ello se vuelven peligrosas cuando, para su
aparente solución, encontramos que existe toda una horda de “especialistas” de
la superación personal; o de peligrosas sectas que logran captar a individuos
emocionalmente vulnerables, llevándolos a episodios psicóticos o a situaciones
de abuso sexual.
Bajo la avidez de novedades se tiende
masivamente a buscar “terapias” new age, curanderos, herbolaria, libros con
mensajes místicos, e incluso sustancias ilegales. Estas prácticas, de
resultados perjudiciales, son la prueba de la poca importancia y seriedad que
se le ha dado públicamente a la salud mental, empeñándonos en los paliativos
rápidos para contrarrestar el sufrimiento de manera “eficiente”.
Para hablar de salud mental es necesario
evadir las estigmatizaciones frívolas y las soluciones determinadas por la
publicidad de la ganancia inmediata. Sobre esta labor de responsabilidad y
distanciamiento frente a la opinión fácil y vulgar sobre los problemas de salud
mental, me gustaría que reconsideremos la importancia de atender —sobre todo
por el contexto de crisis por el cual atravesamos actualmente—, la depresión,
de la mano del psiquiatra y escritor Jesús Ramírez-Bermúdez. En su más reciente
libro, Depresión. La noche más oscura (Debate, 2020), el autor considera que lo
conocido como “depresión mayor” es un trastorno mental complejo,
multifactorial, carente de una entidad clínica específica y dependiente, no
sólo del aspecto biológico, genético o de química cerebral, sino también
causado por el contexto psicosocial.
Quizá en esa complejidad para localizar “en
una entidad clínica bien diferenciada” lo que sería el motivo de la depresión
mayor, radica el escepticismo común, y seudocientífico, de su existencia.
Porque para su diagnóstico no hay modo de señalar un daño orgánico específico,
celular, biológico o químico en el cerebro —como sí sucede en el caso del
Alzheimer— que nos indique si alguien está deprimido.
La depresión mayor no es como cuando te
rompes un hueso, o te ataca una bacteria y los médicos pueden tratar la
enfermedad, al delimitarla al daño físico. En este sentido, la depresión mayor,
escribe Ramírez-Bermúdez, no se ha considerado estrictamente una enfermedad
concreta, sin embargo, esto la vuelve un padecimiento mucho más complejo: un
trastorno tejido por un abanico de síntomas psicológicos, físicos, genéticos y
psiquiátricos, que menguan de modo crónico la calidad de vida de los individuos
que la sufren.
Esta falta de localización completamente
física del trastorno de depresión mayor no debería llevarnos al reduccionismo
de creer que toda crisis mental sólo es una labor que concierne al tratamiento
psicológico, psicoanalítico y terapéutico del paciente, o, por el contrario,
que sólo es posible curarla con fármacos. Escribe Ramírez-Bermúdez que lo
primordial para diagnosticar la depresión mayor, y diferenciarla, por ejemplo,
del duelo o la tristeza, es atender cada caso con minucioso detalle. Tomando en
cuenta “la frecuencia, la severidad y la duración de los síntomas, las
circunstancias” particulares de cada paciente. Considerando que, dentro de la
paleta común de una depresión mayor, se encuentran también matices individuales
como la historia privada del paciente, “su estilo emocional y cognitivo, y, en
general, las características de su personalidad. Cada caso requiere un
razonamiento clínico cuidadoso, personalizado”.
Atender a dichos matices, que escapan, como
escribe Ramírez-Bermúdez, a “métodos automatizados que se basan en una lista de
síntomas” emocionales y físicos, servirá mejor para la decisión terapéutica,
farmacéutica o de labor conjunta en cada paciente. Porque también en la labor
especializada de la psiquiatría encontramos algunas veces el abuso de
diagnósticos masivos, de interpretaciones fáciles y que tienden a la
uniformidad de tratamientos. La psiquiatría también puede sucumbir a la
atención impersonal, a diagnósticos mediocres y salidas inmediatas que podrían
alienar al paciente a la medicalización de su vida, o a la inercia de terapias
que se prolongan durante años y resultan inservibles.
Vuelvo una vez más a Heidegger cuando pienso
en que también la labor ética de los especialistas en salud mental puede salvar
al paciente de volverse un esclavo del fármaco que actúa con rapidez, pero que
es de efecto pasajero y superficial, o del sufrimiento irresoluto, que termina
conduciendo a un suicidio.
La sugerencia es huir no sólo de la
masificación de diagnósticos y tratamientos apresurados, sino de la alienación
a prácticas seudocientíficas y superficiales que no curan una depresión.
Recuperar el aroma de la serenidad para preguntarnos cómo nos sentimos, qué
debemos creer, y hacer, más allá de la estridencia y la imposición de la
“publicidad” (Öffentlichkeik). Más allá de la propaganda frívola y simplista
que nos impone el espacio de “lo uno” tanto en la vida cotidiana como en
algunas prácticas deshonestas de la medicina.