• José Luis Trueba recupera y analiza las costumbres cotidianas de los mexicanos, a partir de las crónicas
CIUDAD DE MÉXICO.
Los capitalinos del siglo XIX compraban
chichicuilotes en los puestos ambulantes del centro de la Ciudad
de México.
Otras veces comían cabeza de chivo, de borrego y puchero que mezclaba
comida de todos los días. También practicaban el baile del escote y disfrutaban
la rifa de los compadres. Pensaban que tomar tequila sólo era para gente
rascuache, y que el jarabe tapatío era un baile indeseable. Y, durante Semana
Santa, hacían la tronadera de los Judas con figuras de gran formato a las que metían
gatos vivos en su interior.
En ese tiempo, los niños podían fumar y los taxi-carruajes eran
castigados con ocho días de grilletes si abandonaban la base para ir en busca
de pasaje. Cuentan que las velas finas eran elaboradas con grasa de ballena y
las de sebo eran para familias de pocos recursos; que los
aguadores eran los galanes de las criadas y los encargados de llevar las
epístolas amorosas a las niñas de la casa; y que el sereno era el policía del
barrio. Además, todos los mercados y tianguis tenían espacios para apostar a la
baraja y a los dados, mientras los cronistas sugerían que las mujeres feas no
usaran gorro.
“El gorro para las señoras, generalizado en Europa, sólo lo usan en el
campo nuestras compatriotas, y algunas veces cuando van al paseo en elegantes
carretelas descubiertas. El gorro es el marco de seda, cintas y flores del
rostro de las bellas, y encierra sus perfecciones para atraer aún más la
admiración, formando una galería de retratos animados; por esta causa,
aconsejamos que se prohíba su uso entre las viejas y las feas”, escribió Marcos
Arróniz en Un
paseo por el centro de la Ciudad de México.
Estas imágenes, frases y costumbres son recuperadas en
el libro Una
visita al siglo XIX (Loqueleo), compilado por el investigador
José Luis Trueba Lara, en el que recupera y actualiza algunos textos de
escritores y cronistas mexicanos como Ignacio Manuel Altamirano, Juan de Dios
Arias, Marcos Arróniz, Hilarión Farías y Soto, Manuel Gutiérrez Nájera, Manuel
Payno, Guillermo Prieto, y Francisco Zarco, que reflejan el origen de lo mexicano
o eso que algunos llaman nuestras señas de identidad.
“En este volumen están algunos de los textos
que nos inventaron, porque lo que tú, yo y el resto de la gente somos fue
inventado en el siglo XIX y lo hicieron tan bien que hasta nosotros lo creímos
y empezamos a actuar como personajes literarios. Por ejemplo, cuando le dices a
una chava ‘Tons qué, ¿somos o no somos?’; toda esa piropeada y este amor al
pueblo, al leperito de la calle o a la china poblana, nacieron en el siglo
XIX”, comenta el autor en entrevista.
“Les invito a dar una vuelta al pasado, a partir
de una serie de crónicas de aquella época; mientras, de pilón, yo voy al lado
del lector, tomándole la mano para que no se desbalague y asuste con todos esos
términos”, comenta.
“Por ejemplo, si hablamos del ‘baile de
escote’, quizá pensarían que era el ¡tubo!-¡tubo! de la época, pero así se le
decía a los bailes de coperacha. Y si un grupo de personas estaba amolado y
quería organizar una pachanga, pensaba en hacer un baile de escote, donde uno
llevaba la comida, una botella o pagaba los músicos. ¿Se siguen haciendo esos
bailes de escote? Sí, pero ahora se les llaman fiestas de traje”, añade el
investigador.
Por otro lado, dice, la rifa de compadres da lugar a suspicacias, pero
se refiere a una costumbre ligada al Día de Reyes, cuando las personas se
llevaban el muñequito y se volvían compadres que debían organizar una tamaliza.
“También pensemos en el tequila. Hoy existen
botellas con precios escalofriantes, pero en el siglo XIX echarse un tequila
significaba que eras bien rascuache. Digamos que era una bebida para léperos y
si tú eras un bebedor de verdad… tomabas coñac”, explica.
“Pero cuando los gringos vuelven exótico el
tequila y le encuentran virtudes, nosotros también cambiamos nuestra
percepción. Aunque tampoco todo tiene que ver con el extranjero, sino que otros
cambios tienen que ver con razones muy locales; como en el caso del vino de
coco, que hoy casi nadie toma, salvo en Colima, donde se ponen unas papalinas
descomunales. Digamos que esa bebida se volvió regional y fue desplazada por
otras”.