• En su poemario, el cristal en la playa, el escritor aborda temas como la mujer, el agua, la noche y el duelo
CIUDAD
DE MÉXICO.
“Ella: la muy distinguida, la
calacota, la sin fin de Gorostiza, la madre ultracósmica, la niña azul de los
ojos de basilisco en llamas”. Así define a la muerte el poeta mexicano David
Huerta, quien confiesa que no le teme. “Simplemente, como dijo Woody Allen, no
quiero estar ahí cuando llegue”.
En
entrevista con Excélsior, el también ensayista afirma que a sus 70 años cree
que la parca ha tardado mucho en llegar. “Pero, por eso mismo, ya no puede
tardar tanto. No, en serio: creo que en general me tomo esto de la muerte con
bastante tranquilidad. Lo que no tolero y medio me enloquece es la muerte de
los míos, la gente que quiero. Te imaginarás que a mi edad he perdido a
muchos”.
La
muerte, la mujer, la noche y el agua son algunos de los temas que aborda en su
poemario más reciente, El cristal en la playa (Era). “Todo eso, cada una de
esas presencias me atraen por ellas mismas, sin el simbolismo que podría
acompañarlas y que sin duda las acompaña. Estoy seguro de que a la mayoría de
la gente le gustan. La equiparación poética del agua y el cristal fue un lugar
común hace siglos; un genio como don Luis de Góngora hizo maravillas con eso”.
Tras
50 años de explorar la poesía, Huerta aclara que ésta no es un género. “Es la
literatura misma. El ensayo me encanta, pero soy medio chambón. Mis ideas sobre
la poesía y el ensayo han ido cambiando y quiero creer que se han afinado:
antes lo veía todo un poco empapado de bajas pasiones; ahora estoy, creo, más
tranquilo”.
El
ganador de los premios Nacional de Ciencias y Artes 2015 y FIL de Literatura en
Lenguas Romances 2019 ha recreado a la noche, ese tiempo especial oscuro, de
manera constante en su obra; evoca noches asesinas, malas y también blancas.
“Pero hay una noche que me llama
la atención: es la Noche Mexicana, es decir, la del 15 de septiembre. Las
peripecias que he vivido en varias ocasiones a lo largo de esa noche fueron la
materia de algunas páginas de un libro mío, Incurable, de 1987. Ese cruce del
nacionalismo y la oscuridad, sombras siniestras, me pone muy nervioso.
“Hace unos años vi El gran
silencio, la película sobre la Cartuja de Grenoble, donde viven los monjes
silenciosos. La vi la Noche del Grito: el silencio y el grito. Afuera,
mexicanos vociferantes proclamaban su extraño orgullo de haber nacido en donde
nacieron; adentro, yo, ante unas de las imágenes más bellas que he presenciado,
aunque fuera en una película, me complacía en atestiguar una honda experiencia
espiritual”, cuenta.
Quien
publicó su primer libro, El jardín de la luz, en 1972, descarta que la mujer,
siempre presente en su poesía, sea su musa mayor. “No, no. Nada de musas en el
sentido tradicional o clásico. Las musas son presencias sobrenaturales y ahora
las tratamos como cachivaches cursis, como ha pasado en mala hora con las
hadas.
“Hay en eso no poco de sexismo,
pues qué, ¿no hay musos? O bien los hombres son musas, lo que no deja de ser
bonito. A mi mujer (Verónica Murguía), extraordinaria escritora, le dicen de
repente ‘tú eres la musa del poeta’ y ella se encalabrina; yo también. Eso de
la musa es todo un complicado laberinto de ideas que vienen de la antigüedad
clásica, pero ahora se habla del tema muy fácilmente y con ese tinte de sexismo
que me resulta antipático”, agrega.