• A prueba de balas, tortura, desencuentros políticos, Rodolfo Reyes, nunca ha concebido el arte como algo superfluo y conservador; al contrario, su lucha encarnizada por llevar la danza a todos los rincones de Latinoamérica
CIUDAD DE MÉXICO.
A prueba de balas, tortura,
desencuentros políticos, Rodolfo Reyes (Chiapas, 1936) nunca ha concebido el
arte como algo superfluo y conservador; al contrario, su lucha encarnizada por
llevar la danza a todos los rincones de Latinoamérica siempre ha tenido como
detonador al poeta e ideólogo José Martí: “Solamente un pueblo culto puede ser
veramente libre”.
Lejos de todo populismo ramplón, el bailarín,
maestro, coreógrafo y promotor ha dedicado su vida a darle verdadero sentido
comunitario a lo que parecería ser un arte elitista y burgués. Fundador de
grandes agrupaciones dancísticas en Cuba, Ecuador, Chile y Nicaragua, entre
otros países, Reyes también creó grupos en México, como Alternativa y Barro Rojo.
Su legado es inconmensurable y, lejos de la
imagen del viejito cansado, a sus 83 años sigue dando clases, escribe con
lucidez y sigue intentando crear centros culturales o reavivar los ya
existentes. Es tenaz e impecable.
A principios del siglo XXI le hice
una entrevista para ser trasmitida para la serie radiofónica Vida al aire. Durante esa larga conversación, siempre
directo y feroz en su militancia hacia la izquierda, sin tapujos, me abrió
diversos episodios de su transcurrir en la cultura de países donde la danza se
transformó gracias a procesos revolucionarios, algunos de ellos traicionados y
otros, por suerte todavía pervive.
Durante aquella larga plática para la radio,
Rodolfo, guapo y con unos ojos claros espectaculares, cantó, bailó, declamó y,
por su vitalidad e inteligencia, dejó atónito al equipo de producción. Todos
lloramos durante aquella mítica experiencia.
Rescato un fragmento de aquella
entrevista, que publiqué en el libro Vida al aire,editado
por Morfina Editorial, Tinta Azul y el Fonca:
—¿Cómo surgió la semilla revolucionaria en
usted?
“Los que me marcaron fueron mis amigos
indios, los muchachos que iban conmigo a la primaria y no pudieron terminarla
porque tenían que limpiar zapatos o vender chicles o trabajar en cualquier cosa
cuando eran muchísimo más inteligentes que yo, más capaces que yo. Yo no podía
terminar ni el primero ni el segundo, ni el tercer año. El cuarto, quinto y
sexto fueron horribles, porque yo no sabía, yo no podía, no quería esa forma de
entender el mundo.
“Entonces empezaron a pasarme cosas físicas,
tenía raptos epilépticos. Parecía que no me gustaba el mundo, que me
encabronaba todo lo que veía, que estaba mal hecho, y lo que yo hacía mal me
encabronaba más…pero no sabía cómo se ‘podía hacer bien’.
Estos raptos necesariamente tuvieron médicos
y brujas que me llenaron de limpias. Y una mujer me leyó el chulel, Ahí lo
conocí: era una especie de venado que se convertía en tigre, vivía –y vive,
espero—, en mí. El chulel es un ‘algo’ que tenemos en el centro del pecho, donde
vive y sale cuando quiere y se va haciendo como tú, y tú te vas haciendo como
él; yo a veces me convierto en venado y otras en tigre.
“Mis padres decían: ‘Este muchacho está loco,
no tiene nada que ver con esta gente, con esta ciudad, con nada. Hay que
mandarlo a la Ciudad de México’. Y me mandaron a estudiar escultura, porque yo
hacía figuras de barro para Navidad…
Lo vamos a mandar adonde aprenda a hacer
santos, porque los santos se venden bien’ y acá llegué.
“Yo vivía cerca de La Esmeralda. Y allá voy
un día, me inscribieron para aprender a hacer esculturas y conozco ahí a
Fidencio Castillo, a Rosa Castillo y a un personaje que me marcó para toda la
vida: Francisco Zúñiga”.
El periplo de Reyes dentro de la cultura
latinoamericana es un suceso histórico. Es tiempo de darle el reconocimiento
que merece su estatura artística. Bien por la medalla, pero sus contribuciones
al reconocimiento de las danzas negras e indígenas del continente deberían
valerle mucho más que eso.