• ¡Dónde estabas Cristo!
¿Dónde estabas Cristo, cuando
por incontables ocasiones, aquellos insoportables fríos invernales me calaban
tan hondo, hasta hacer castañear mis dientes, y mientras hacía temblar mi
cuerpo sin encontrar refugio para calentar mis frágiles huesos, sentía que allí
conmigo no estaba esa túnica tuya para cubrirme…?
¿Dónde estabas Cristo, cuando
yo niño, sin tener nada con qué cubrir mis pies, a cada uno de mis pasos me
sangraban las espinas, y por más que yo buscaba, allí no estaban tus sandalias
para cubrir mis pies descalzos…?
¿Dónde estabas Cristo, cuando
yo invadido por el terror y el miedo, sin piedad alguna el sismo sacudió la
tierra y me dejo sin hogar; y ni la piedra de tu Santo Sepulcro se apiado
de mí para reconstruir mi hogar…?
¿Dónde estabas Cristo, cuando
esas tantas y tantas veces, como una inseparable sombra, y como maldito
estigma, la extrema pobreza marcaba una indeleble cruz en mi frente, y
mientras el hambre hacía huecos en mi estómago, también el hambre de mis
hermanos lo paseaba por esas polvorientas calles de mi pueblo, cargándola a mis
espaldas como pesado bulto, y por más que yo buscaba algo para satisfacer mi
hambre y la de mis hermanos, no encontraba esa tu Ultima Cena…?
¿Dónde estabas Cristo, cuando
de niño, la tristeza y la melancolía eran mi inseparable compañía, obligándome
a recluirme en los rincones de mi soledad, para con profunda añoranza, llorar
la falta de un beso en mi frente o mi mejilla, o al menos de un abrazo fraterno,
que me hiciera sentir amado y protegido, con afecto, cariño y amor. Pero
allí conmigo, por qué jamás estuvo alguno de tus Santos o Santas, para
así sentirme amado…?
¿Dónde estabas Cristo, cuando
aquel perverso y lujurioso violador, amparado por las sombras de la
noche, ahogó los gritos de mi inocente niña y rasgó sus vestiduras para
llevarse de ella su más puro e invaluable espíritu virginal, y ya después,
desconsolada me habría de decir que por más que buscó y buscó la ayuda en
esos momentos de peligro, no alcanzó a ver por ningún lado, al menos a uno de
tus doce apóstoles…?
¿Dónde estabas Cristo, cuando
el cruel azote de la ira de mi padre lesionaba mis nalgas y marcaba surcos en
mi espalda, y mientras yo hincado frente a “la Mesa de los Santos”, las
gruesas lágrimas surcaban mis mejillas, flagelando con cada golpe no solamente
el alma de mi madre que después de llorar en silencio, curaba mis heridas, con
todo lo cual sentía que se constreñía aún más mi tierno corazón…?
¿Dónde estabas Cristo, aquella
trágica vez cuando la muerte mostrando burlona sus dientes, y con guadaña en
ristre, vestida de huracán, quiso bajar del cielo para con su fuerte ulular y
siniestros vientos colocar un negro crespón en mi alma, al dejarme en la
completa soledad, después de que despiadada e inhumana se llevó a mis hijos, a
mis padres y hermanos…?
¿Dónde estabas Cristo, cuando
yo inocente, lloraba desconsolado en aquellos apartados y obscuros rincones,
mientras mi iracundo y borracho padre con el demonio en sus entrañas golpeaba a
mi madre…?
¿Dónde estabas Cristo, cuando
tal vez con incomprensible enojo, el cielo desprendió un caudal, y la lluvia se
colaba como incontenibles ríos al interior de mi hogar, y por más que yo
buscaba en todas partes, el madero de tu cruz nunca estuvo presente para
restablecer mi casa y así guarecerme del mal tiempo…?
¿Dónde estabas Cristo, cuando
después del bastón y la andadera, aquel preciado e incomparable tesoro
que era mi madre, dando traspiés sufría amargamente para desplazarse, y ya
después de caer en la maldita silla de ruedas, postrar su frágil cuerpo en la
cama. Y sería aquella cruel enfermedad su inseparable compañía, hasta que un
día, ya sin remedio, finalmente la muerte se apiadó de ella…?
¿Dónde estabas Cristo, cuando
tantas y tantas veces, ciertamente ni los golpes ni mis heridas
sangraban, pero el dolor y el sufrimiento eran tan profundos, que provocaban
una gran laceración en mi alma; y eso, Tú que eres todo Poder y Sabiduría, lo
has de saber que era más que suficiente para que desde lo más profundo de mi
ser, se desgarraran aquellas incontenibles lágrimas de sangre…?
Ahora, Señor, por todo eso te
digo:
¡Dónde estabas
entonces…!
¿Dime por favor, dónde estabas
Cristo…?
“¡Ya no blasfemes más…!
Que allí estuve siempre a
tu lado.
Allí estuve sufriendo y
llorando contigo.
Y fui yo quien te dio
la fuerza suficiente para
soportar todo
ese dolor y sufrimiento.
¿Y sabes por qué…?
¡Porque nunca te abandoné”!
¿Dónde estabas Cristo, cuando
yo niño, sin tener nada con qué cubrir mis pies, a cada uno de mis pasos me
sangraban las espinas, y por más que yo buscaba, allí no estaban tus sandalias
para cubrir mis pies descalzos…?
¿Dónde estabas Cristo, cuando
yo invadido por el terror y el miedo, sin piedad alguna el sismo sacudió la
tierra y me dejo sin hogar; y ni la piedra de tu Santo Sepulcro se apiado
de mí para reconstruir mi hogar…?
¿Dónde estabas Cristo, cuando
esas tantas y tantas veces, como una inseparable sombra, y como maldito
estigma, la extrema pobreza marcaba una indeleble cruz en mi frente, y
mientras el hambre hacía huecos en mi estómago, también el hambre de mis
hermanos lo paseaba por esas polvorientas calles de mi pueblo, cargándola a mis
espaldas como pesado bulto, y por más que yo buscaba algo para satisfacer mi
hambre y la de mis hermanos, no encontraba esa tu Ultima Cena…?
¿Dónde estabas Cristo, cuando
de niño, la tristeza y la melancolía eran mi inseparable compañía, obligándome
a recluirme en los rincones de mi soledad, para con profunda añoranza, llorar
la falta de un beso en mi frente o mi mejilla, o al menos de un abrazo fraterno,
que me hiciera sentir amado y protegido, con afecto, cariño y amor. Pero
allí conmigo, por qué jamás estuvo alguno de tus Santos o Santas, para
así sentirme amado…?
¿Dónde estabas Cristo, cuando
aquel perverso y lujurioso violador, amparado por las sombras de la
noche, ahogó los gritos de mi inocente niña y rasgó sus vestiduras para
llevarse de ella su más puro e invaluable espíritu virginal, y ya después,
desconsolada me habría de decir que por más que buscó y buscó la ayuda en
esos momentos de peligro, no alcanzó a ver por ningún lado, al menos a uno de
tus doce apóstoles…?
¿Dónde estabas Cristo, cuando
el cruel azote de la ira de mi padre lesionaba mis nalgas y marcaba surcos en
mi espalda, y mientras yo hincado frente a “la Mesa de los Santos”, las
gruesas lágrimas surcaban mis mejillas, flagelando con cada golpe no solamente
el alma de mi madre que después de llorar en silencio, curaba mis heridas, con
todo lo cual sentía que se constreñía aún más mi tierno corazón…?
¿Dónde estabas Cristo, aquella
trágica vez cuando la muerte mostrando burlona sus dientes, y con guadaña en
ristre, vestida de huracán, quiso bajar del cielo para con su fuerte ulular y
siniestros vientos colocar un negro crespón en mi alma, al dejarme en la
completa soledad, después de que despiadada e inhumana se llevó a mis hijos, a
mis padres y hermanos…?
¿Dónde estabas Cristo, cuando
yo inocente, lloraba desconsolado en aquellos apartados y obscuros rincones,
mientras mi iracundo y borracho padre con el demonio en sus entrañas golpeaba a
mi madre…?
¿Dónde estabas Cristo, cuando
tal vez con incomprensible enojo, el cielo desprendió un caudal, y la lluvia se
colaba como incontenibles ríos al interior de mi hogar, y por más que yo
buscaba en todas partes, el madero de tu cruz nunca estuvo presente para
restablecer mi casa y así guarecerme del mal tiempo…?
¿Dónde estabas Cristo, cuando
después del bastón y la andadera, aquel preciado e incomparable tesoro
que era mi madre, dando traspiés sufría amargamente para desplazarse, y ya
después de caer en la maldita silla de ruedas, postrar su frágil cuerpo en la
cama. Y sería aquella cruel enfermedad su inseparable compañía, hasta que un
día, ya sin remedio, finalmente la muerte se apiadó de ella…?
¿Dónde estabas Cristo, cuando
tantas y tantas veces, ciertamente ni los golpes ni mis heridas
sangraban, pero el dolor y el sufrimiento eran tan profundos, que provocaban
una gran laceración en mi alma; y eso, Tú que eres todo Poder y Sabiduría, lo
has de saber que era más que suficiente para que desde lo más profundo de mi
ser, se desgarraran aquellas incontenibles lágrimas de sangre…?
Ahora, Señor, por todo eso te
digo:
¡Dónde estabas
entonces…!
¿Dime por favor, dónde estabas
Cristo…?
“¡Ya no blasfemes más…!
Que allí estuve siempre a
tu lado.
Allí estuve sufriendo y
llorando contigo.
Y fui yo quien te dio
la fuerza suficiente para
soportar todo
ese dolor y sufrimiento.
¿Y sabes por qué…?
¡Porque nunca te abandoné”!