• En su más reciente libro, la historiadora mexicana hace una revisión exhaustiva sobre el “temible” Santo Oficio
CIUDAD DE MÉXICO.
Dieciocho años después de la
llegada de Hernán Cortés a Tenochtitlán, Carlos Ometochtzin, conocido por ser
el nieto de Nezahualcóyotl, fue juzgado por la Inquisición episcopal que
encabezaba fray Juan de Zumárraga y lo condenó a morir en la hoguera por
“hereje dogmatista”.
Así lo recupera la historiadora
Úrsula Camba en su libro Persecución y modorra(Editorial
Turner), revisión documental sobre el Santo Oficio, en donde confirma que sólo
30 por ciento de los procesados eran sometidos a tormento y que éste nunca
implicó esos instrumentos que se exhiben en el apócrifo Museo de la Tortura y
la Pena Capital de México.
El volumen, publicado por la
editorial Turner, será presentado mañana, a las 19:00 horas, en la librería
Octavio Paz del Fondo de Cultura Económica
(FCE), y la autora estará acompañada por Rosa Luisa Guerra y
Alejandro Rosas.
Pero la muerte de Carlos Ometochtzin –quien
fomentaba el alzamiento general de los pueblos originarios— no fue vista con
buenos ojos por la sociedad virreinal, y tanto los caciques como las
autoridades civiles y religiosas elevaron airadas protestas al rey, “alegando
que no se podía aplicar tanto rigor a los nativos cuando sólo tenían escasos 20
años de conocer la fe cristiana”, explica Camba Ludlow.
Entonces la Corona emitió una
reprimenda al arzobispo y prohibió que el Santo Oficio persiguiera a los indios por delitos
de fe. Pero como el avance del mestizaje era inevitable, los documentos del
Santo Oficio en la Nueva España revelan persecuciones en contra de mestizos.
Sin embargo, muchos mitos rodean a la Santa
Inquisición de la Nueva España. Por ejemplo, el hecho de que “el tormento no
tuvo nada que ver con aquellos instrumentos inventados y que se exhiben en
dicho museo que, básicamente, es una estafa. Porque ninguno de esos
instrumentos (expuestos) se utilizaba o siquiera existían. Todos esos
instrumentos fueron inventados en el siglo XIX y están asociados a la
literatura gótica y a ese pasado que se trata de mostrar como primitivo,
salvaje, incivilizado e irracional”.
Y aunque las novelas y películas se han
esforzado en presentar una realidad distinta, dice la autora, las fuentes
históricas de la Nueva España demuestran que “durante el periodo virreinal de
300 años, se estima en menos de 35 el número de personas que perecieron en la
hoguera, mientras que otro tanto fue quemado en estatua o sólo sus huesos”.
En los documentos de esa época es posible
encontrar procesos por bigamia, solicitación, blasfemia, hechicería, que recibe
diversas penas que, por supuesto, no incluyen la muerte ni la hoguera ni
tampoco por ahorcamiento.
La mayoría de las veces los castigos iban
desde una multa hasta azotes y galeras por cinco o 10 años, la vergüenza
pública, la prisión perpetua, que nunca se cumplía, pues también era un gasto
que empobrecía al tribunal”, así como el destierro y la confiscación de bienes,
explica Camba.
Así que las condenas dependían siempre de
factores como la situación política imperante, el celo o la modorra del juez a
cargo, la posición social del acusado, sus relaciones con los sectores
privilegiados o sus enemistades, la gravedad del delito cometido, y del
arrepentimiento ‘sincero’ del reo”.
Camba detalla que la Santa
Inquisición fue creada para enfrentar a los grupos que se oponían al
catolicismo y que el poder inquisitorial recayó mayormente en los dominicos,
llamados Domini cane (Los perros de Dios), en alusión a su
función de guardianes y defensores de la pureza de la fe.
Asegura que, de forma errónea, se ha afirmado
que en España se fundó el primer tribunal para combatir la herejía y el
judaísmo, aunque en realidad sucedió en Francia en el siglo XIII, y que el
primer inquisidor fue Robert le Bougre, conocido por su intemperancia y
despiadada persecución de la herejía que arrastró a la muerte a cientos de
personas.
Según las normas, los indígenas de América
eran considerados neófitos, es decir, “nuevos en la fe”, aunque en su momento
fray Juan de Zumárraga actuó con severidad, como cuando condenó a la hoguera al
cacique Carlos Ometochtzin.
Detalla que el Tribunal del Santo Oficio se
ubicaba en el espacio donde hoy es la antigua escuela de Medicina y que las
autoridades establecieron el quemadero (sitio donde se castigaba con hoguera)
muy cerca de la iglesia de San Hipólito, a un costado de lo que hoy es la
Alameda Central.
¿Por qué la autoridad de la Nueva España
mantuvo la existencia del quemadero si no lo usaba?, se le cuestiona a Camba.
“Porque necesitaban ese símbolo de poder. Recordemos que era una sociedad que
no sabía leer ni escribir, así que necesitaban símbolos, gestos y rituales que
dieran ciertos mensajes. El quemadero de la Inquisición sí se utilizó, lo que
pasa es que en ese sitio no se quemó a miles de brujas, como muchos creen,
aunque es cierto que a mediados del XVII había ríos de gente que se sentaban en
el acueducto de la Ciudad de México para ver el espectáculo”.
¿En qué consistían los tormentos? “Era
castigos simbólicos y una herramienta legal para extraer la verdad; era parte
del proceso y una herramienta que se utilizaba, pero no con tanta frecuencia ni
rigor”.
El tormento más utilizado era el potro, en
donde se acostaba al reo sobre un tablón, al que le sujetaban con cordeles, los
cuales, a su vez, estaban amarrados a varios tornos, para ir dando vueltas y
así jalar cada extremidad, causando que las cuerdas se hundieran en la carne y,
en caso extremo, provocaban el descoyuntamiento, explica.
También al reo se le acostaba en una especie
de escalera. La cabeza quedaba más abajo que las piernas, se le metía un trozo
de tela en la boca y se vaciaba una jarra de agua sobre el rostro, lo que
ocasionaba la sensación de ahogamiento.
La Inquisición evitaba la efusión de sangre,
por lo que si en algún caso sucedía… el tormento debía parar y reanudarse días
después. Así que aquellas prácticas nada tienen que ver con los instrumentos
que están en el Museo de la Tortura.