• ¿Por qué temerle si es algo natural, como el nacimiento, o quizá pueda ser la respuesta sensata a una vida atribulada?
CIUDAD DE MÉXICO.
Cuando en 1994 apareció mi novela Réquiem por un suicida, finalista del Premio Planeta,
editada en Madrid, se la envié a un amigo, que conocí en Chile, el crítico
literario John Hassett.
Me escribió diciéndome que la leyó con placer, que el tema era inquietante. Con
cierta rapidez la obra llegó a cuatro ediciones y una de bolsillo. La crisis
económica le puso fin a las buenas ventas. Su precio subió hasta valer una
pequeña fortuna en esa época. En México la retomó Nueva Imagen, hoy
desaparecida, y la incluyó en la serie de mis Obras completas,
que se esfumó al comprarla la empresa Larousse, pues no le interesaban, dijo,
las obras de literatos. Salimos, entre otros, José Agustín, Óscar de la Borbolla, Beatriz Escalante y muchos más. Hoy está en el mundo
digital, en la Editorial Ink.
Hasta ese momento no había tenido
problemas para editar. El Fondo de Cultura Económica, cuando el director era Miguel de la Madrid, publicó mi quinto libro en
esa empresa: Cuentos de hadas amorosas en la serie Letras Mexicanas, donde
apareció mi primer volumen de relatos: Hacia el fin del mundo,
junto a El ala del tigre, de mi admirado amigo y maestro Rubén Bonifaz Nuño. Coincidiendo, cumplí
veinticinco años como autor del Fondo, la empresa mandó imprimir un cartel con
trabajos de Cuevas y organizó una mesa redonda como
homenaje, acompañado por Cristina Pacheco, José Luis Cuevas, Griselda Álvarez y
el fundador de la Sogem, José María Fernández Unsaín.
Pero hablaba yo de la muerte
voluntaria como tema literario. En las primeras semanas, Réquiem por un suicida ocupó en México uno de los primeros lugares
de ventas, en mi haber, modesta hazaña que sólo he logrado en 1971 con El gran solitario de Palacio. En esos días me tocó dar
varias lecturas, entre ellas, una en el Club de Industriales, otra más en la
delegación Iztacalco. En el primer sitio, una señora dedicada a los negocios se
acercó y me dijo, mostrándome un ejemplar de la novela: “No sabe usted el
alivio que me trajo su libro. Mi hija se suicidó y en su novela encontré
palabras de amor para la muerte. No debe ser tan terrible si alguien puede
enamorarse de ella”. Mientras aquella mujer atribulada hablaba, yo estaba
sorprendido de que la literatura sirviera de consuelo. En efecto, yo no trato
mal a la muerte, hablo de sus discutibles virtudes y, al contrario de la
mayoría, escribo de la belleza que puede significar la muerte, en particular la
voluntaria (asistida o no), si existen razones poderosas, enfermedades
terminales, por ejemplo.
En Iztacalco, un público
afectuoso me recibió. Durante las preguntas y respuestas, una mujer joven me
preguntó, en clara alusión a Réquiem, si yo
amaba o le temía a la muerte. Le dije con absoluta sinceridad que le temía y la
detestaba. A mí, como a mi amigo el poeta Marco Antonio Montes de Oca,
me gustaría morir sólo por diez minutos. Al final de la plática, la mujer
insistió en el tema: ‘’Amo la muerte”. Y eso me dejó pensativo. Mi intención no
es invitar a nadie al suicidio. Trato, eso sí, de mostrar a un personaje
complejo, sensible y capaz de enamorarse de la muerte a pesar de tener éxito y
carecer de males físicos y mentales. ¿Por qué temerle si es algo natural, como
el nacimiento, o quizá pueda ser la respuesta sensata a una vida atribulada?
Hay una infinidad de escritores que le han dedicado palabras afectuosas o de
artistas que han recurrido a ella con cierto placer probablemente morboso. Roland Barthes, en su libro Fragmentos de un discurso amoroso, nos recuerda que el desvelo amoroso
fatiga tanto o más que el causado por el trabajo. Werther, el más célebre de los suicidas, el gran
personaje de Goethe, padecía
ese tremendo insomnio que causa un mal amor. Cuando decide matarse, se acuesta
y duerme plácidamente. A decir verdad, jamás he pensado en el suicidio ni deseo
estimularlo (no podría soportar en mi conciencia el peso de una muerte). Al
escribir Réquiem vi las cosas de modo diferente. Mi
deseo era considerar al suicida no como una pérdida irremediable, sino como el
encuentro afortunado de alguien que detesta la vida y sus vulgaridades. Ello
sin el alivio de la religión y con la certeza de que cualquier cosa es superior
a una existencia patética. A diferencia de Dante, mi
propósito no era causar el desánimo entre los pecadores, sino mostrarles una
estética de la muerte. Hasta para morir se necesita estilo.
Imposible olvidar a un personaje
de Borges que usé en mi novela, cuchillero: a la
hora de agonizar no acepta que le vean en la cara los gestos de dolor y pide
que se la cubran. No existe razón para detestar algo tan común como la muerte y
si ésta llega de modo voluntario, como modesta victoria de la libertad, el
respeto debe ser total: antes hubo una abierta lucha entre el instinto de
supervivencia, los valores sociales y religiosos y la inteligencia.
Para redactar tal novela me vi
obligado a leer una infinita bibliografía y a investigar entre suicidas fallidos
y personas que habían perdido a un ser querido que optó por ese acto de
libertad (la expresión es de
Albert
Camus). Comencé con El suicidio de Durkheim, que prueba, entre otras cosas, que son
los cuerdos y no los locos quienes se matan. En novelas, cuentos y poemas, en
la prensa, hallé no cientos, sino miles de suicidas y descubrí que las razones
para ello son excesivas y condenadas por las religiones y la sociedad: desde
una profunda depresión causada por el fracaso amoroso hasta por la feroz amenaza
de una deuda. La mejor la hallé en Kafka: uno de
sus personajes se deja morir de hambre en un circo por una simple razón: no le
gustaba comer. Mi personaje, aunque triunfador, detestaba vivir.