• Como pieza de regalo, In the court of the crimson King enlazó la genealogía completa: cincuenta años de música lleva Robert Fripp a cuestas
Sinfonía
Frenesí: un ritual en claro homenaje a los impresionistas franceses,
especialmente a Claude Debussy, con modos antiguos griegos, ragas de la India y
el abanico suntuoso de percusión de acento africano: ciento ochenta minutos en
el reinado carmesí: el retorno de King Crimson al Teatro Metropolitan fue un
bendito cataclismo que puso en éxtasis al público.
Siete
músicos, siete faraones, siete plagas, siete vidas del gato. Aquí no hubo
“front man” sino una mano que meció la cuna desde la última fila, sonriente,
dirigiéndose al Respetable, costumbres que le eran ajenas al genio Robert
Fripp.
Al
frente, ese sí, Pat Mastelotto puso a girar en estéreo a dos bateristas
laterales (Gavin Harrison, Jeremy Stacey) que fueron un espectáculo en sí
mismos.
Al
frente, el sufrido Jakko Jakszyk que tiene que cargar con el estigma de
querer cantar como en los discos y superar el hándicap que le
heredaron Greg Lake, Adrian Belew y John Weton, pero sacó la casta y brindó una
noche inspiradísima.
Al
frente, también, Tony Levin, maestro laudero, el genio de la lámpara que frota
su instrumento para que salgan volando hadas y duendes que le piquen el ombligo
a cada uno en su butaca.
Al
frente, Mel Collins fue el protagonista de la noche entera. Alientista fuera de
serie, con su arsenal que recorre desde sax soprano hasta flauta contralto,
puso en escena la frente perlada de sudor de Miles Davis, los ojos en blanco de
John Coltrane, la seriedad escolástica de Brandford Marsalis y lo más ácido del
acid jazz posible.
Siete
músicos, uno para cada día de la semana. Desde la butaca, durante las tres
horas que duró el concierto bien pudimos poner atención de uno en uno y cada
uno de ellos fue un concierto solista.
Los
tutti orquestales de King Crimson son algo fuera de este mundo. Era
enternecedor voltear alrededor y observar muchachas en éxtasis, señores
mesándose la barba para beneplácito del vástago ahí presente, también adorador
y heredero de Crimson.
Sonó
el repertorio cabal del reinado carmesí sin reparos, enfrente del asombro que
tomó la forma de muchedumbre en trance. El momento central, sin duda:
Icelands, con el solo sublime de stick con arco a cargo de Tony Levin.
Como pieza de regalo, In the court of the
crimson King enlazó la genealogía completa: cincuenta años de música lleva
Robert Fripp a cuestas. Bella celebración final: poner en primer plano la
música isabelina y a William Shakespeare como emblema de la cultura del
jipismo, del primer rock, el libérrimo, bandera de una música, la de King
Crimson que es de piel y entraña y resuena en la vermis, en la zona reptiliana,
el recoveco más primitivo del cerebro y donde ocurren los procesos más
delicados del humano, el de celebrar rituales sagrados en honor a la belleza
como el de la noche del viernes 23 de agosto en el Teatro Metropolitan.