• Tenía la certeza de que su obra sería valorada como un clásico de esa disciplina y referente del país
Antes
y después de morir Eniac Martínez tuvo la certeza de que su obra fotográfica
será valorada como un clásico de la fotografía y, su nombre, como un referente
de México cuando se trate del documentalismo y el arte.
Inteligente
y preciso, rápido y certero, tenía virtudes de espanto y errores buenísimos. De
ideas geniales, sus temas fueron sin prisa y sus afectos enormes. De raza
diplomática, estudió en la miscelánea de las ideas de avanzada y el orgu-llo de
la lealtad en varios países. Su vida profesional fue mutando de estética hasta
que acomodó a la fotografía con sus obsesiones y la hizo su amante, hasta unas
horas antes de morir a las 12:20 del viernes 26 de julio de 2019, efeméride del
inicio de la gesta revolucionaria en Cuba, la isla que lo marcó.
Responsable
guitarrista, primero, dibujante y pintor, también, Eniac llevó a buen puerto el
origen de su nombre, que proviene de la primera gran computadora que se inventó
en los años 60 del siglo pasado en que nació.
Estar en el lugar de hechos históricos
Platicar
con el hijo del embajador y fundador de La Jornada, Gonzalo Martínez Corbalá,
ha sido escuchar la aventura de un amigo importante, porque estuvo en el lugar
de hechos históricos, que luego se convirtieron en mitos, pues Eniac vivía en
la embajada de México en Santiago de Chile cuando el general Augusto Pinochet
dio un golpe de Estado a Salvador Allende, en 1973.
Era
un joven de 12 años y vio a su padre enterarse de que el presidente Allende
estaba en medio del fuego cruzado atrincherado en el palacio de La Moneda,
salir corriendo; tomar el auto con su chofer y enarbolando una bandera, usó el
fuero para tratar de salvar a su amigo. Al ver frustrado su intento, por ser
bloqueado y amenazado por la fiera milicia, hizo de la embajada un refugio de
perseguidos y la única fuente de comunicación internacional sobre la barbarie
ejecutada.
Eniac
estuvo ahí y lloró por primera vez, por convicción, cuando después de un
terrorífico camino para llegar al aeropuerto y abordar el avión especial que
enviaron para rescatar la vida de decenas, de regreso a México entonaron el
Himno Nacional y su padre, en ese momento, se convirtió en un héroe nacional y
su hijo, años después, en mi amigo.
No
fueron más de tres las veces que me contó esa historia. No era afecto en airar
su linaje y lo que vio en su vida familiar, pero yo le insistía en esa proeza y
su paso por Cuba donde se capacitó en artes visuales y marciales. A veces
accedía, pero evitaba hablar de él y sus cosas.
Cuando
nos conocimos como fotógrafos de prensa en La Jornada, en 1986, era la fiebre
del Mundial. Entre la rutina, la competencia, el dominó en las cantinas y la
malicia por conseguir la atención de la belleza, nuestra relación se convirtió
en un menú que no se puede repetir a diario y por eso a cada encuentro le
dábamos la mayor importancia, porque sabíamos que era posible que no se
repitiera.
En
muy breve tiempo Eniac hizo su propia plataforma que lo impulsó a obtener los
reconocimientos, becas e inversiones que le permitieron hacer cientos de
reportajes, convertidos en libros y exposiciones, y con ello, en un estilo
celebrado por varios gremios, de tal manera que cuando nos encontrábamos
ganábamos nuestro tiempo en revisar nuestra historia, vagando y curiosamente,
nunca hablábamos de fotografía, aunque sí de la fauna del oficio, de la cual
destacó por ser el renacentista de la generación.
Humor digno de un director de cine italiano
Cuando
hizo el reportaje Mixtecos, se hizo y hablaba como mixteco. Su humor era digno
de un director de cine italiano y su manejo en la escena popular o exquisita,
fue formidable. Así se hizo fotógrafo de stills en varias películas mexicanas y
extranjeras.
Resolver
situaciones difíciles, ácidas, peligrosas y grotescas, donde la mentira y la
simulación son fundamentales, lo llevó a tomar fotografías impublicables y de
alta confidencialidad por las que arriesgó su estabilidad emocional y no pocas
veces la corporal; otro de nuestros temas. ‘‘Te pasaste, tigre”, nos
confesábamos.
Siempre
lo salvó el miedo al miedo y esa adicción a la prudencia que tenemos luego de
pasar por el filo, el barranco, la sensualidad y la seducción, sección favorita
en la discusión, mientras bebíamos, obvio.
Recorrió
todos los ríos, mares, montañas, aires y basureros de México. Fue fotógrafo de
prensa, moda y de la policía. Editor, instructor, videasta. La vida nocturna la
dominaba en varios idiomas y dialectos. Sus señas las grababa en los cuerpos y
si hubiera querido podría haber sido actor, pero perdería su afición por ser
invisible y la enorme aflicción por hacer el ridículo, en público. Eniac
Martínez se parecía al personaje de la pintura de Portocarrero que lucía en la
pared de su casa, donde conocí a la familia de mujeres; tres encantos.
Nunca
se nos ocurrió hacernos una foto juntos y las selfies no existían. Al final nos
encontramos hace unos meses en el aeropuerto, y al cruzarnos, de forma unísona
nos gritamos; ¡tigre!, y en las miradas vidriosas nos reflejamos como animales
que huelen a que se van a extrañar; su sello, su memoria.