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Hoy es lunes, 23 de diciembre de 2024

Anécdotas de sal: entrevista con un pionero de la ESSA

Anécdotas de sal: entrevista con un pionero de la ESSA · El pasado 27 de mayo se cumplieron 52 años desde el primer embarque de sal que salió de la salinera más grande del mundo

Anécdotas de sal: entrevista con un pionero de la ESSA

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Iván Gaxiola - La Paz, Baja California Sur.- A los 87 años de edad hay historias de vida que no regresan, se extravían en el olvido. Sin embargo hay momentos que no se borran de la memoria. Eso lo sabe Antonio Beltrán Cota, quien luego de un infarto al corazón tiene más dificultad para recordar sus años mozos, pero no olvida aquellos días cuando trabajó para la naciente empresa Exportadora de Sal (ESSA) y cómo se erigió esa comunidad con nombre de barco pirata: Guerrero Negro.     

            Una pregunta es suficiente, ¿en qué año llegó a Guerrero Negro?, para que recuerde que su padre, don Felipe Beltrán, comerciaba con minerales en Santa Rosalía, lo que era común en aquellos días. Pero a partir de 1938, la producción de cobre a cargo de la minera francesa Compagnie du Boleo decayó, y,  según platica, cuando tuvo edad para estudiar fue enviado a Ciudad Juárez, Chihuahua, donde pasó varios años de escuela, hasta que obtuvo el título de ingeniero agrónomo.

En 1954 El Boleo finalmente cerró, así que el joven Antonio se hizo de un empleo en un campo agrícola de Caborca, Sonora. A finales de 1956, calcula, volvió a Santa Rosalía a visitar a su familia. “Entonces le pregunté a mi madre –doña María Cota– por mis hermanas […] Me dijo que estaban en un lugar que se llamaba Guerrero Negro […] ¿Y qué es eso?, le respondí”.

Hay que recordar que Guerrero Negro se funda en 1954, cuando el Gobierno Federal Mexicano le otorga al estadounidense Daniel K. Ludwig una concesión para explotar sal en 39 mil 995 hectáreas del Territorio Sur de Baja California. De acuerdo con Arturo Castro Castro, del grupo Fundadores de Guerrero Negro, el nombre se debe a que en una de las lagunas de la zona se hundió, en 1858, un barco pesquero proveniente de Salem, Massachussets, llamado “Black Warrior”. 

            Don Antonio refiere que se fue de aventón a la nueva localidad, para ver a sus hermanos y después volver a Sonora. Iba a bordo “de un Chevrolet”, recuerda, probablemente un Sedan de los años 50. “Todavía no había carretera ni nada de eso”, explica, así que le tomó poco más de 10 horas llegar de Santa Rosalía a Guerrero Negro, un recorrido que hoy toma menos de 3 horas.

“Llegué y nomás había ahí unas cuántas casitas […], unas tiendas de campaña donde dormían los peones de la empresa”. Recuerda que era de madrugada, estaba obscuro, pero había luz eléctrica. Cuando los trabajadores salieron de las tiendas, se encontró con el primero de sus hermanos: Carlos “Caio” Beltrán. “Me saludó, que ‘¿como estás?’, que ‘bien’, que ‘esto y lo otro’ […], y me dijo que mis hermanas, dos de ellas, Beatriz y Dora, estaban trabajando en las oficinas de la empresa, y que Beatriz, ‘Tichi’, era secretaria del mero mero de los gringos”.

Ya clareaba el día cuando Antonio llegó a las oficinas de la naciente empresa. Camiones con veintenas de obreros que habían trabajado jornadas nocturnas llegaban a la base para ser reemplazados por rostros más o menos descansados. Ahí, su hermana Beatriz le contó que estaban construyendo un puerto. Él no lo sabía, pero se trataba del Venustiano Carranza, de donde partiría un 27 de mayo de 1957 el primer embarque de sal al extranjero en el “Nikolos”, un barco cargado con casi 9 mil toneladas de mineral blanco. Tichi estuvo tan alegre, que él no pudo persuadirla: “me pidió que me quedara a trabajar […] ‘No, Tichi, yo nomás vengo a verlas […], tengo un trabajo allá en Sonora’ […] Pero que ‘no, quédate, vas a ver’. Y le dije que no […] Se metió a la oficina del mero mero, y el viejón se asomó, me miró, salió la Tichi y me dijo ‘ya tienes trabajo’”.

La pregunta obligada, ¿y qué puesto le ofrecieron?, la responde con otra anécdota. Cuenta que en esos momentos, la empresa solía contratar, cada año, dos ingenieros nuevos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Al tiempo que él hablaba con su hermana sobre su abrupta contratación, los nuevos ingenieros de la capital estaban por salir a la obra, y fue en ese momento, detalla, que empezó a trabajar.

“Me subieron a un Jeep y ahí me llevan […] Yo no sabía nada, ni de qué se trataba la cosa ni nada”. Desde las oficinas al puerto, intenta acordarse, eran aproximadamente veinte kilómetros de terracería y dunas. “Nomás llegué a Guerrero Negro y me pusieron a trabajar […], sin tomar café siquiera”. Los ingenieros le pusieron en las manos “un aparato” y le pidieron hacer “unas mediciones”. Se trataba de topografía, algo aprendido en la universidad, pero jamás había practicado en campo. Recuerda que los cálculos eran para la construcción de túnel, y recuerda también que ese día vio por primera un Liberty, buque estadounidense de la Segunda Guerra Mundial que para ese momento servía sólo para transportar “cosas y material”, pues “todavía no llevaban sal”.

Cuando se dieron cuenta de que no sabía medir, explica, se molestaron con él, pero eso lo tomó como un reto: “Ya me picaron, pensé […], y desde ese día me quedé nomás en la oficina […] Esperé a que alguien fuera a Santa Rosalía, para encargarle unos libros de la escuela […] Le mandé decir a mi madre que me los enviara inmediatamente, en el primer carro que pudiera […] Nomás llegaron los libros, me puse a estudiar […], y lueguito me hice una fiera tremenda”.

Para finales de 1957, con el puerto ya en funciones, aumentó la demanda de producto. La empresa Exportadora de Sal inicia labores para inducir un área de fabricación de salmuera en condiciones controladas. Las zonas de concentración fueron acondicionadas con la construcción de un dique que aisló los terrenos inundables de la laguna. De esta manera, encima de los ya existentes pisos fósiles, se cristalizó sal nueva. Don Antonio Beltrán participó en la construcción de estos primeros vasos. Para entonces, contaba ya con su propia brigada de cuatro hombres: en realidad “eran muchachitos de la región […] que tenían catorce, dieciséis, diecisiete años […] No sabían nada, algunos ni leer”. Según narra, él mismo les enseñaría sus primeras letras e, incluso, a convertir las mediciones del sistema métrico decimal al inglés.

¿Cómo fue el trazado de las salinas?, es una pregunta que provoca otra oleada de recuerdos. Fue en esos años que conoció y entabló amistad con Frank Bonell, se acuerda, un arquitecto de Salt Lake City, Utah, quien fungía como capataz. “Nos hicimos muy amigos”, asegura, “porque teníamos novias los dos y hablábamos mucho de eso”. El principal reto para el trazado de los vasos, muestra don Antonio, era señalizar los caminos por donde pasarían las máquinas recolectoras de sal, y Bonell quería que eso se solucionara cuanto antes.

El piso de sal fosilizada es tan duro como el concreto, así que debían perforar y colocar estacas para marcar las vías de acceso: el dilema era que, debido al peso de la maquinaria, las estacas poncharían las llantas. “No podemos poner clavos, porque va a ser un ponchadero de la chingada”, le dijo a su cuadrilla, “¿qué vamos a hacer?” Entonces uno de los muchachos gritó: “Las Bombas”, que era “un congal” ubicado en los márgenes del pueblo. Al principio Antonio les llamó la atención: “¿no tuvieron suficiente el fin de semana?”, y los muchachos le explicaron que en Las Bombas había un tiradero de latas de cerveza, que éstas podían servir como señalamiento.

“Y pues que vamos por las latas […] Antes eran diferentes, tenían un segurito para abrirlas […] Las agarrábamos de ahí, les poníamos un clavito […], y nada le iba a hacer ese clavito a los maquinones que usaban […], y con eso marcamos el camino […] Luego le pusimos unos listones rojos […], y como los botes eran de metal, brillaban en la noche […] Era una emergencia y resolvimos […] Los pinches gringos quedaron impresionados”.

            ¿En qué año dejó la empresa? Para el año de 1962 la primera hija de don Antonio, Elizabeth, ya había nacido. Dice que ya tenía ganas de abandonar Guerrero Negro, ir a un lugar con más oportunidades para su familia. Como si algo confabulara extrañamente a su favor, una mala experiencia lo orilló a cumplir su voluntad.

Recuerda que Bonell confiaba mucho en él en ese entonces, tanto que no pasaba mucho tiempo en México y se ocupaba de otros asuntos en Estados Unidos. Sin embargo, en su lugar estaba un subalterno. Don Antonio no recuerda su nombre, pero le cambiaría la vida.

            Platica que para entonces ya tenía a su cargo cerca de 10 trabajadores. Habían trazado varios vasos, los cuales estaban trabajando. Para continuar con la tarea, tenían que atravesar zonas de marisma y la maquinaria pesada la cruzaba colocando grandes barrotes debajo para evitar hundimientos. El nuevo capataz acudió por primera vez a una de las expediciones y, cansado de la cautela con la que avanzaba la caravana, apresuró a Antonio:

“’Mira este cabrón’, pensé, ‘acaba de llegar y ya sabe de estas cosas’ […] Ahí tenías que tener cuidado […], porque se te hunde una máquina de esas y para sacarla está cabrón […] Le expliqué que nos íbamos a hundir […], pero estaba terco […] Hasta que dije ‘bueno, haz lo que quieras’ […] Me subí al médano y me puse a ver […] El Torero, que era el chofer, me decía ‘nos vamos a hundir’ […] ‘Ah no’, le dije, ‘él es el jefe: hazle caso a él’ […] Porque el gringo estaba pegando de gritos y todas esas cosas […] Pues se subió el Torero, le dio a la Northwest, y se hundió la pinche máquina […] Y ya, me volteó a ver el gringo de lejos […] ‘Ahora  sácala, cabrón’, le dije […] Agarró la camioneta en la que venía y se fue en chinga, encabronado iba”.

            Por la noche, cuando Antonio volvió al pueblo, llegó a la gasolinera de la empresa y notó que el despachador, un compañero de trabajo, actuaba muy extraño. “¿Y tú qué tienes?, le pregunté”. El despachador le entregó un sobre. Adentro encontró un mensaje donde le informaban que estaba despedido. “’Mira este cabrón’, le dije al compa, ‘me corrió’”. Al día siguiente fue a cobrar su finiquito. Asegura que trataron de disuadirlo, de explicarle que había sido un mal entendido, pero él ya quería irse de ahí. Finalmente le ofrecieron un cheque con fondos suficientes para llevarse a su familia a Culiacán, Sinaloa. Ahí, empezó una carrera como servidor público en la extinta Secretaría de la Reforma Agraria (SRA), donde trabajó durante 35 años, hasta jubilarse, con sus recuerdos, como subdelegado de la dependencia en Baja California Sur (BCS).

    Una década después, entre 1973 y 1976, ocurre una serie de transferencias con las acciones de la ESSA, hasta que el 11 de abril de 1973 el señor Daniel K. Ludwig  vende las acciones de Mitsubishi Corporation (MC). En octubre del mismo año, la empresa japonesa vende el 25 por ciento de las acciones al Gobierno Mexicano, a través de la Comisión de Fomento Minero (CFM). El 16 de noviembre de 1976, la misma comisión adquiere de MC un paquete accionario equivalente al 26 por ciento del capital de la ESSA, y el Gobierno de México se convierte en accionista mayoritario con el 51 por ciento de la propiedad.

          Actualmente, la ESSA participa también en mercados de sal de deshielo de las carreteras, suavizadores de agua y la industria alimenticia de todo América del Norte. Su capacidad de producción está por encima de las 8 millones de toneladas al año, y opera también en las instalaciones de carga de barcos ubicado en Isla de Cedros, con capacidad para recibir y cargar barcos de hasta 180 mil toneladas.