Anécdotas de sal: entrevista con un pionero de la ESSA · El pasado 27 de mayo se cumplieron 52 años desde el primer embarque de sal que salió de la salinera más grande del mundo
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Iván Gaxiola - La Paz, Baja California Sur.- A los 87 años de edad hay historias de vida que no
regresan, se extravían en el olvido. Sin embargo hay momentos que no se borran
de la memoria. Eso lo sabe Antonio Beltrán Cota, quien luego de un infarto al
corazón tiene más dificultad para recordar sus años mozos, pero no olvida
aquellos días cuando trabajó para la naciente empresa Exportadora de Sal (ESSA)
y cómo se erigió esa comunidad con nombre de barco pirata: Guerrero Negro.
Una pregunta es suficiente, ¿en qué año llegó a Guerrero Negro?, para que
recuerde que su padre, don Felipe Beltrán, comerciaba con minerales en Santa
Rosalía, lo que era común en aquellos días. Pero a partir de 1938, la
producción de cobre a cargo de la minera francesa Compagnie du Boleo decayó, y, según platica, cuando tuvo
edad para estudiar fue enviado a Ciudad Juárez, Chihuahua, donde pasó varios
años de escuela, hasta que obtuvo el título de ingeniero agrónomo.
En 1954 El Boleo finalmente cerró,
así que el joven Antonio se hizo de un empleo en un campo agrícola de Caborca,
Sonora. A finales de 1956, calcula, volvió a Santa Rosalía a visitar a su
familia. “Entonces le pregunté a mi madre –doña María Cota– por mis hermanas
[…] Me dijo que estaban en un lugar que se llamaba Guerrero Negro […] ¿Y qué es
eso?, le respondí”.
Hay que recordar que Guerrero
Negro se funda en 1954, cuando el Gobierno Federal Mexicano le otorga al
estadounidense Daniel K. Ludwig una concesión para explotar sal en 39 mil 995
hectáreas del Territorio Sur de Baja California. De acuerdo con Arturo Castro
Castro, del grupo Fundadores de Guerrero Negro, el nombre se debe a que en una
de las lagunas de la zona se hundió, en 1858, un barco pesquero proveniente de
Salem, Massachussets, llamado “Black Warrior”.
Don Antonio refiere que se fue de aventón a la nueva localidad, para ver a sus
hermanos y después volver a Sonora. Iba a bordo “de un Chevrolet”, recuerda,
probablemente un Sedan de los años 50. “Todavía no había carretera ni nada de
eso”, explica, así que le tomó poco más de 10 horas llegar de Santa Rosalía a
Guerrero Negro, un recorrido que hoy toma menos de 3 horas.
“Llegué y nomás había ahí unas
cuántas casitas […], unas tiendas de campaña donde dormían los peones de la
empresa”. Recuerda que era de madrugada, estaba obscuro, pero había luz
eléctrica. Cuando los trabajadores salieron de las tiendas, se encontró con el
primero de sus hermanos: Carlos “Caio” Beltrán. “Me saludó, que ‘¿como estás?’,
que ‘bien’, que ‘esto y lo otro’ […], y me dijo que mis hermanas, dos de ellas,
Beatriz y Dora, estaban trabajando en las oficinas de la empresa, y que
Beatriz, ‘Tichi’, era secretaria del mero mero de los gringos”.
Ya clareaba el día cuando Antonio
llegó a las oficinas de la naciente empresa. Camiones con veintenas de obreros
que habían trabajado jornadas nocturnas llegaban a la base para ser
reemplazados por rostros más o menos descansados. Ahí, su hermana Beatriz le
contó que estaban construyendo un puerto. Él no lo sabía, pero se trataba del
Venustiano Carranza, de donde partiría un 27 de mayo de 1957 el primer embarque
de sal al extranjero en el “Nikolos”, un barco cargado con casi 9 mil toneladas
de mineral blanco. Tichi estuvo tan alegre, que él no pudo persuadirla: “me
pidió que me quedara a trabajar […] ‘No, Tichi, yo nomás vengo a verlas […],
tengo un trabajo allá en Sonora’ […] Pero que ‘no, quédate, vas a ver’. Y le
dije que no […] Se metió a la oficina del mero mero, y el viejón se asomó, me
miró, salió la Tichi y me dijo ‘ya tienes trabajo’”.
La pregunta obligada, ¿y qué
puesto le ofrecieron?, la responde con otra anécdota. Cuenta que en esos
momentos, la empresa solía contratar, cada año, dos ingenieros nuevos de la
Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Al tiempo que él hablaba con su
hermana sobre su abrupta contratación, los nuevos ingenieros de la capital
estaban por salir a la obra, y fue en ese momento, detalla, que empezó a
trabajar.
“Me subieron a un Jeep y ahí me
llevan […] Yo no sabía nada, ni de qué se trataba la cosa ni nada”. Desde las
oficinas al puerto, intenta acordarse, eran aproximadamente veinte kilómetros
de terracería y dunas. “Nomás llegué a Guerrero Negro y me pusieron a trabajar
[…], sin tomar café siquiera”. Los ingenieros le pusieron en las manos “un
aparato” y le pidieron hacer “unas mediciones”. Se trataba de topografía, algo
aprendido en la universidad, pero jamás había practicado en campo. Recuerda que
los cálculos eran para la construcción de túnel, y recuerda también que ese día
vio por primera un Liberty, buque estadounidense de la Segunda Guerra Mundial
que para ese momento servía sólo para transportar “cosas y material”, pues
“todavía no llevaban sal”.
Cuando se dieron cuenta de que no
sabía medir, explica, se molestaron con él, pero eso lo tomó como un reto: “Ya
me picaron, pensé […], y desde ese día me quedé nomás en la oficina […] Esperé
a que alguien fuera a Santa Rosalía, para encargarle unos libros de la escuela
[…] Le mandé decir a mi madre que me los enviara inmediatamente, en el primer
carro que pudiera […] Nomás llegaron los libros, me puse a estudiar […], y
lueguito me hice una fiera tremenda”.
Para finales de 1957, con el
puerto ya en funciones, aumentó la demanda de producto. La empresa Exportadora
de Sal inicia labores para inducir un área de fabricación de salmuera en condiciones
controladas. Las zonas de concentración fueron acondicionadas con la
construcción de un dique que aisló los terrenos inundables de la laguna. De
esta manera, encima de los ya existentes pisos fósiles, se cristalizó sal
nueva. Don Antonio Beltrán participó en la construcción de estos primeros
vasos. Para entonces, contaba ya con su propia brigada de cuatro hombres: en
realidad “eran muchachitos de la región […] que tenían catorce, dieciséis,
diecisiete años […] No sabían nada, algunos ni leer”. Según narra, él mismo les
enseñaría sus primeras letras e, incluso, a convertir las mediciones del
sistema métrico decimal al inglés.
¿Cómo fue el trazado de las
salinas?, es una pregunta que provoca otra oleada de recuerdos. Fue en esos
años que conoció y entabló amistad con Frank Bonell, se acuerda, un arquitecto
de Salt Lake City, Utah, quien fungía como capataz. “Nos hicimos muy amigos”,
asegura, “porque teníamos novias los dos y hablábamos mucho de eso”. El
principal reto para el trazado de los vasos, muestra don Antonio, era señalizar
los caminos por donde pasarían las máquinas recolectoras de sal, y Bonell
quería que eso se solucionara cuanto antes.
El piso de sal fosilizada es tan
duro como el concreto, así que debían perforar y colocar estacas para marcar
las vías de acceso: el dilema era que, debido al peso de la maquinaria, las
estacas poncharían las llantas. “No podemos poner clavos, porque va a ser un
ponchadero de la chingada”, le dijo a su cuadrilla, “¿qué vamos a hacer?”
Entonces uno de los muchachos gritó: “Las Bombas”, que era “un congal” ubicado
en los márgenes del pueblo. Al principio Antonio les llamó la atención: “¿no
tuvieron suficiente el fin de semana?”, y los muchachos le explicaron que en
Las Bombas había un tiradero de latas de cerveza, que éstas podían servir como
señalamiento.
“Y pues que vamos por las latas
[…] Antes eran diferentes, tenían un segurito para abrirlas […] Las agarrábamos
de ahí, les poníamos un clavito […], y nada le iba a hacer ese clavito a los
maquinones que usaban […], y con eso marcamos el camino […] Luego le pusimos
unos listones rojos […], y como los botes eran de metal, brillaban en la noche
[…] Era una emergencia y resolvimos […] Los pinches gringos quedaron
impresionados”.
¿En qué año dejó la empresa? Para el año de 1962 la primera hija de don
Antonio, Elizabeth, ya había nacido. Dice que ya tenía ganas de abandonar
Guerrero Negro, ir a un lugar con más oportunidades para su familia. Como si
algo confabulara extrañamente a su favor, una mala experiencia lo orilló a
cumplir su voluntad.
Recuerda que Bonell confiaba mucho
en él en ese entonces, tanto que no pasaba mucho tiempo en México y se ocupaba
de otros asuntos en Estados Unidos. Sin embargo, en su lugar estaba un
subalterno. Don Antonio no recuerda su nombre, pero le cambiaría la vida.
Platica que para entonces ya tenía a su cargo cerca de 10 trabajadores. Habían
trazado varios vasos, los cuales estaban trabajando. Para continuar con la
tarea, tenían que atravesar zonas de marisma y la maquinaria pesada la cruzaba
colocando grandes barrotes debajo para evitar hundimientos. El nuevo capataz
acudió por primera vez a una de las expediciones y, cansado de la cautela con
la que avanzaba la caravana, apresuró a Antonio:
“’Mira este cabrón’, pensé, ‘acaba
de llegar y ya sabe de estas cosas’ […] Ahí tenías que tener cuidado […],
porque se te hunde una máquina de esas y para sacarla está cabrón […] Le
expliqué que nos íbamos a hundir […], pero estaba terco […] Hasta que dije
‘bueno, haz lo que quieras’ […] Me subí al médano y me puse a ver […] El
Torero, que era el chofer, me decía ‘nos vamos a hundir’ […] ‘Ah no’, le dije,
‘él es el jefe: hazle caso a él’ […] Porque el gringo estaba pegando de gritos
y todas esas cosas […] Pues se subió el Torero, le dio a la Northwest, y se
hundió la pinche máquina […] Y ya, me volteó a ver el gringo de lejos […]
‘Ahora sácala, cabrón’, le dije […] Agarró la camioneta en la que venía y
se fue en chinga, encabronado iba”.
Por la noche, cuando Antonio volvió al pueblo, llegó a la gasolinera de la
empresa y notó que el despachador, un compañero de trabajo, actuaba muy
extraño. “¿Y tú qué tienes?, le pregunté”. El despachador le entregó un sobre.
Adentro encontró un mensaje donde le informaban que estaba despedido. “’Mira
este cabrón’, le dije al compa, ‘me corrió’”. Al día siguiente fue a cobrar su
finiquito. Asegura que trataron de disuadirlo, de explicarle que había sido un
mal entendido, pero él ya quería irse de ahí. Finalmente le ofrecieron un cheque
con fondos suficientes para llevarse a su familia a Culiacán, Sinaloa. Ahí,
empezó una carrera como servidor público en la extinta Secretaría de la Reforma
Agraria (SRA), donde trabajó durante 35 años, hasta jubilarse, con sus
recuerdos, como subdelegado de la dependencia en Baja California Sur (BCS).
Una década después, entre 1973 y 1976, ocurre
una serie de transferencias con las acciones de la ESSA, hasta que el 11 de
abril de 1973 el señor Daniel K. Ludwig vende las acciones de Mitsubishi Corporation
(MC). En octubre del mismo año, la empresa japonesa vende el 25 por ciento
de las acciones al Gobierno Mexicano, a través de la Comisión de Fomento Minero
(CFM). El 16 de noviembre de 1976, la misma comisión adquiere de MC un paquete
accionario equivalente al 26 por ciento del capital de la ESSA, y el Gobierno
de México se convierte en accionista mayoritario con el 51 por ciento de la
propiedad.
Actualmente,
la ESSA participa también en mercados de sal de deshielo de las carreteras, suavizadores
de agua y la industria alimenticia de todo América del Norte. Su capacidad de
producción está por encima de las 8 millones de toneladas al año, y opera
también en las instalaciones de carga de barcos ubicado en Isla de Cedros, con
capacidad para recibir y cargar barcos de hasta 180 mil toneladas.