• Grupo Planeta comparte un fragmento del libro de Siri Hustvedt con los lectores.
Ciudad de México.- Ayer
encontré las cartas de Violeta Bill. Su dueño las tenía escondidas entre las
páginas de uno de sus libros y al abrirlo cayeron al suelo. Hacía años que
sabía de su existencia, pero ni él ni ella me habían hablado nunca de su
contenido. Lo que sí me dijeron es que a los pocos minutos de leer la quinta y
última carta, Bill cambió de opinión con respecto a su matrimonio con Lucille,
salió del edificio de Greene Street y se dirigió directamente al apartamento de
Violet, en el East Village. Yo, mientras las sostenía en la mano, percibí en
ellas ese misterioso peso que tienen las cosas que se han visto hechizadas por
historias relatadas y vueltas a relatar una y otra vez. Mi vista ya no es tan
buena como antes, por lo que tardé largo rato en leerlas, pero al fin conseguí
descifrar hasta la última palabra, y cuando terminé con ellas supe que iba a
comenzar a escribir este libro hoy mismo.
«Allí, tumbada en el suelo del
estudio -decía Violet en la cuarta misiva-, me dediqué a observarte mientras me
pintabas. Me fijé en tus brazos y en tus hombros, y especialmente en tus manos
trabajando en el lienzo. Hubiera querido que te volvieras hacia mí y te
aproximaras y me frotases la piel igual que frotabas la pintura. Quería que me
oprimieras la carne con el pulgar del mismo modo que hacías con el cuadro, y
pensé que si no me tocabas me volvería loca. Pero ni me volví loca ni tú me
tocaste una sola vez. Ni siquiera me estrechaste la mano».
La primera vez que vi el
cuadro al que se refería Violet fue hace veinticinco años, en una galería del
SoHo situada en Prince Street. Por entonces aún no conocía a ninguno de los
dos. La mayor parte de los lienzos de aquella muestra colectiva eran
insustanciales obras minimalistas que no me interesaron. El cuadro de Bill
pendía en solitario de una de las paredes. Era un cuadro grande, de un metro
ochenta de alto por dos y medio de ancho aproximadamente, y mostraba a una
joven tendida en el suelo de una habitación vacía. Aparecía reclinada sobre un
codo y daba la impresión de estar contemplando algo situado fuera de uno de los
bordes del lienzo, desde el que una luz brillante inundaba la estancia y le
iluminaba el rostro y el pecho. Su mano derecha reposaba a la altura del pubis,
y al aproximarme advertí que sostenía en la mano un taxi diminuto, una versión
en miniatura de los omnipresentes taxis amarillosque van y vienen por las
calles de Nueva York.
Tardé algo así como un minuto
en comprender que en realidad había tres personas en el cuadro. A mi derecha,
en la parte más oscura de la tela, podía verse a otra mujer que abandonaba la
imagen. Tan sólo podían distinguirse un tobillo y un pie, pero el mocasín que
calzaba se hallaba representado con una minuciosidad extraordinaria, y a partir
de ese momento mi mirada ya no hizo más que retornar a él. La mujer invisible
adquirió la misma importancia que la que dominaba el lienzo. En cuanto a la
tercera persona, era tan sólo una sombra. Por un instante pensé que pudiera
tratarse de la mía, pero finalmente reparé en que era el propio artista quien
la había incorporado a la obra. Aquella hermosa mujer, vestida únicamente con
una camiseta masculina de manga corta, estaba siendo observada por alguien
situado fuera del cuadro, por un espectador que parecía encontrarse justamente
donde yo estaba cuando me percaté de la oscuridad que se extendía sobre su
vientre y sus piernas.
Leí la pequeña cartela
mecanografiada que figuraba a la derecha del lienzo: Autorretrato, de William
Wechsler. Al principio pensé que el artista estaba de broma, pero luego cambié de
opinión. ¿Acaso aquel título que aparecía junto a un nombre masculino no
querría sugerir la parte femenina del autor, o un trío de identidades? Tal vez
aquella sugerencia indirecta de dos mujeres y un espectador evocaba
directamente al artista, o acaso el título no se refería al contenido del
cuadro, sino a su forma. La mano que lo había pintado se hallaba oculta en
ciertas partes del mismo a la vez que se adivinaba en otras. Se desvanecía en
la ilusión fotográfica del rostro de la mujer, en la luz que provenía de la
ventana invisible y en el hiperrealismo del mocasín. Los largos cabellos de la
protagonista, sin embargo, se hallaban representados por un mazacote de pintura
salpicado de enérgicos brochazos de rojo, verde y azul. En torno al zapato y al
tobillo pude distinguir gruesas franjas de negro, gris y blanco que se dirían
aplicadas con un cuchillo, y en aquellas densas pinceladas de pigmento reconocí
las señales de un pulgar masculino. Parecían el resultado de un gesto súbito,
incluso violento.
Tengo el cuadro en esta misma
habitación, conmigo. Si vuelvo la cabeza puedo verlo, aunque igualmente
alterado a causa de mi vista, cada vez más deficiente. Lo compré por dos mil
quinientos dólares, más o menos una semana después de verlo. Cuando Erica lo contempló
por primera vez se encontraba a poca distancia de donde yo estoy sentado ahora.
Lo examinó pausadamente y dijo:
-Es como presenciar el sueño
de otra persona, ¿no te parece?
Al volverme hacia el cuadro,
impulsado por sus palabras, advertí que aquella mezcla de estilos y aquel
enfoque variable me recordaban, en efecto, las distorsiones oníricas. La mujer
tenía los labios entreabiertos y sus dos incisivos centrales eran levemente
prominentes. El artista los había pintado de un blanco deslumbrante y un poco
más largos de lo debido, como si fueran los de un animal. Entonces reparé en un
cardenal situado debajo de la rodilla. Lo había visto antes, pero en ese
instante aquella mancha amoratada de tono amarillo verdoso en uno de sus bordes
pareció atrapar mi mirada, como si la pequeña mácula fuera el auténtico tema
del cuadro. Me acerqué al lienzo, deposité un dedo sobre su superficie y
recorrí la silueta de la contusión.