• Pese al cúmulo de evidencia, ¿por qué nos negamos a asumirnos racistas? Ello tiene que ver con la idea del mestizaje y con cómo México se construyó como nación a mediados del siglo XIX
CIUDAD DE MÉXICO.- En México
el racismo es una cuestión estructural ejercida a diario y de la que nadie
escapa; sin embargo, al ser confrontados con esta realidad los mexicanos
muestran sorpresa y argumentan “nosotros no somos racistas”, aseveró Eugenia
Iturriaga, de la Universidad Autónoma de Yucatán.
La académica explicó que esta
incapacidad para reconocernos es inducida, en gran parte, por los medios y el
cine, “pues dicha palabra nos remite a películas como Mississippi en llamas, al
apartheid en Sudáfrica o al genocidio nazi, pero poco reparamos en nuestro
trato hacia los indígenas y afromexicanos, o hacia los inmigrantes
centroamericanos o personas de tez morena”.
Al respecto, la antropóloga
dijo que ella constata cómo nos ha permeado este fenómeno cada que camina por
las calles meridanas y ve los espectaculares del sinfín de fraccionamientos que
se construyen en Yucatán; “por los modelos ahí retratados cualquiera creería
que pura familia noruega se va a mudar a esas casas”.
El ejemplo anterior —planteado
un poco en broma— muestra cómo el racismo se materializa de distintas maneras
“y la publicidad es un buen termómetro de esto, como demostró un artista
regiomontano al intervenir un cartón de leche y, en vez de poner a una familia
rubia, como se estila, eligió a una morena. Al acomodar el producto en la
estantería y pese a costar lo mismo que la competencia, los clientes imaginaban
que se trataba de un producto para gente pobre”.
Si bien estas estrategias para
influir en la percepción de las masas parecen modernas, su cuño es antiguo,
como demuestran los cuadros de castas del siglo XVIII, pinturas que buscan ser
una suerte de árbol genealógico y que representan el resultado de diferentes
mezclas, como la de un español y una indígena, que da por resultado un mestizo;
la de un español y una mestiza, que genera un castizo, o la de un español y una
castiza, que resulta en un tornaespañol.
“El propósito de esta
clasificación —y la palabra tornaespañol lo deja en claro— era plantear la
posibilidad de una limpieza y de dibujar una ruta para, progresivamente, ser
más blanco. Aunque son obras de hace tres siglos, la idea que buscaban difundir
pervive cada vez que alguien defiende el emparejarse con individuos de rasgos
europeos bajo el chiste simplón de ‘hay que mejorar la raza’”.
El mestizaje como proyecto de
nación
Y pese al cúmulo de evidencia,
¿por qué nos negamos a asumirnos racistas? Ello tiene que ver con la idea del
mestizaje y con cómo México se construyó como nación a mediados del siglo XIX
y, después, con el proyecto de posrevolucionario que enarbola al mexicano como
producto de dos sangres: la española y la indígena. Por ello aún nos
preguntamos, ¿cómo podemos practicar el racismo si tenemos dos raíces?, expuso
Iturriaga Acevedo.
“La respuesta no asombraría si
consideramos que este discurso ha borrado la presencia de los afrodescendientes
mexicanos al grado de que estos pueblos parecen inexistentes y ello ha dado pie
a casos bochornosos, como el de deportaciones de oaxaqueños de la Costa Chica,
quienes son enviados a Nicaragua o el Salvador bajo el argumento de que son
afros y en nuestro país no hay gente negra”.
Para la autora del libro Las
élites de la ciudad blanca, recién publicado por la UNAM, los orígenes de este
proceder pueden rastrearse en personajes como Andrés Molina Enríquez, quien en
1909 postulaba: “La patria no puede existir sin la raza, ya que la unificación
racial genera cohesión unitaria. Bastará con que el elemento mestizo predomine
y con que se eleve en número hasta anegar a los otros, para que todos se
confundan en él”.
Y esto no quedaría ahí,
refirió, pues en 1925 apareció La raza cósmica, obra en la que José Vasconcelos
proponía que América era el sitio propicio para que el ser humano se mezclara y
alcanzara la unidad, pero no de manera azarosa, sino dirigida. De hecho, para el
filósofo, el blanco estaba destinado a aportar su genio, el negro su
sensibilidad musical y el indígena su capacidad de ser puente al mestizaje; sin
embargo, con los orientales no fue condescendiente, apuntó Iturriaga Acevedo,
pues a ellos les dedicó el siguiente párrafo:
“Reconocemos que no es justo
que los pueblos como el chino, que bajo el santo consejo de la moral confuciana
se multiplican como los ratones, vengan a degradar la condición humana
justamente en los instantes en que comenzamos a comprender que la inteligencia
sirve para refrenar y regular bajos instintos zoológicos”.
Y es justo esta idea de
mestizaje controlado la que derrumba uno de nuestros más grandes mitos: el de
México como país de puertas abiertas, pues si bien es cierto que recibió al
Exilio Español y a los argentinos, chilenos y uruguayos que huían de la
dictadura, la historia oficial nos oculta que en 1919 prohibió la entrada a
rusos y polacos; en 1921 a los chinos; poco después a africanos, árabes y
gitanos, y en 1934 negó el desembarque de judíos, agregó la antropóloga.
“Los investigadores
especializados en este periodo son enfáticos al establecer que la razón
esgrimida por las autoridades para adoptar estas medidas era que dichas
poblaciones no eran afines a nuestro mestizaje, proyecto nacional y a la
construcción de lo mexicano”.