· A veces la realidad y la fantasía se confunden y dan forma a figuras caprichosas donde se pone a relieve la condición humana con todas sus aristas · El desenlace de esta historia es ambigua como es en ocasiones el comportamiento humano · Conversaciones con el diablo
A veces no se ve nada en la
superficie, pero por debajo de ella todo está ardiendo. Hoy les comparto a mis
lectores el cuento Aguas De lujuria, que está basado en la apasionante vida
real:San Carlos es un Puerto para vivir feliz. En sus entrañas corren ríos de
lava ardiente, de pasión, de lujuria, deseos. De vida de ilusión. Y también de
desencuentros fatales. Y de amores perros.
Hace diez años fue del dominio
público la apasionante historia de Leticia Cota y Juan Murillo. Ambos llegaron
a ese paraíso de los mangles, en la décadas de los noventa procedentes de La
Paz. Llegaron al Gigante del Pacifico a emprender una nueva vida. Gozar de las
herencias de sus padres. Y escogieron ese lugar por un reportaje que vieron en
una revista de turismo. Les agrado.
Voy a describirlos: Lety era
blanca, tenía ojos verdes. Un cuerpo perfecto. Senos de tentación. Y su cabello
hermoso. Sus orígenes se remontaban- según investigue- a San Isidro, de la
familia. Miranda, forjada por indígenas y soldados reales franceses, que
llegaron con el Santo Padre Juan María de Salvatierra. Juan era hijo de Salomón
Murillo, un indio Yaqui que integró la escolta de cuerpo del gobernador general
Ruperto Martínez. De estatura mediana.
Este hombre era pura
felicidad. Bonachón. Esbozaba una dulce sonrisa para todo. Mayor que su esposa
veinte años. Una diferencia cronológica que no impedía el intenso amor que se
profesaban.
La pareja llegó acompañada de
un hijo. Era Joelito de doce años. Muy pronto esta familia se adaptó a la
realidad sancarleña. Fiestas. Comidas. Idas a la playa La Curva, Era un
espectáculo ver aquel cuerpo hermoso, sensual extendido sobre la arena. Y todas
las miradas de los bañistas convergían en la pareja. Ella un monumento de mujer
y el: chaparrito, simpaticón.
Juanito era el principal
admirador de su esposa. Gozaba con verla. “Te amo mi virgencita adorada. Eres
para mí, una diosa, una santa. Y aquel portento de mujer, se la creyó, porque
junto a su tierno marido, levantaron con recursos propios un templo cristiano
al que llamaron “Aguas del Jordán.”
En esa iglesia concentraron en
poco tiempo una importante feligresía de todas las edades, Para todos había
gozo, esperanza, amor. Alabanzas. Se compartía los viernes y los domingos por
la mañana. Las ovejitas descarriadas del puerto estaban ahí, puntualitos.
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El
desenlace de esta historia es ambigua como es en ocasiones el comportamiento
humano
Los primeros en llegar al
culto eran más de veinte chamacos que se sentaban debajo de la tribuna. Y de
ahí dominaban a placer bajo las faldas de Lety, la sensual pastora, todas sus
formas. Y solo movían sus picaros ojos con los movimientos de la mujer, cuando
predicaba.
Lety llegaba al culto ataviada
con vestidos vaporosos elegantes, que dejaban libre sus bellezas que eran en el
atractivo complementario. Siempre atrás de ella Juan, que le llegaba un poco
más arriba de las caderas. Ese metro con sesenta centímetros de Juan, era la
causa de morbos y de críticas. “Ahí va el tapón, con la champaña” era lo más
dulce que le decían.
“Murillo” Le llamaba a su
esposo, con una voz sensual, pero fuerte, con acento de mando. Ven, acércate,
vamos a orar por nuestro amor” Y el chaparrito se trenzaba entre las formas de
aquella diosa. Y lanzaba esporádicamente al aire, “Aleluya, aleluya, aleluya”.
Era sin duda, un amor real, único.
Todo iba bien, hasta que un
día, salió Juan a comprar unas latas de abulón a la tienda “El mar. Y tú”. Y al
regresar, al abrir la puerta de su santo hogar, ve una escena que lo momifica.
Ve a su querida esposa
·
Conversaciones
Con El Diablo
Todo iba bien, hasta que un
día, salió Juan a comprar unas latas de abulón a la tienda “El mar. Y tú”
cuando al abrir la puerta de su santo hogar, ve una escena que lo momifica. Ve
a su querida esposa, que se regocijaba en trances amorosos, con el jardinero.
Sumergida en el ritual concupiscente, al ver de reojo a su esposo, le explica
“Mira Murillo, mi carne es débil. Y caí en las trampas de la tentación. Además,
eres un grosero al entrar a la recamara, sin tocar”
Ante este bochorno, a ese buen
hombre, solo le quedo dar la media vuelta y meterse a la recamara de Joelito,
su hijo, que muy molesto le reclama “Ya viste a mi madre, lo que está haciendo”
Si- le responde. Ella tiene razón. La carne es débil. Y la tentación, es un mensaje
del diablo. La perdono y la entiendo.
Al día siguiente, día de
culto, el ritual, Murillo llega acompañado de su adorada esposa a la iglesia.
Repleta de feligreses. Los precoces y sorgatones chavales, acomodados en su
zona de fisgoneo. Y empieza la liturgia. Abre el sermón Leticia. Y para asombro
de todas y de todos, empieza a dar testimonio de su infidelidad
_ Ayer por la tarde, caí en
pecado. Débil que soy, abrí mi cuerpo, a la sierpe del placer. Esta, me entro
por los brazos, me ato mis pechos y se deslizó por toda mi carne. Me poseyeron
los siete jinetes del deseo. Y aquí estoy, para redimirme. Y pedirle perdón, a
mi santo varón. El compañero de mi vida”. ¿Me perdonas Murillo?
Al escuchar esto, salta el
minúsculo Juan Murillo de su asiento y suelta un grito que se escucha en toda
la iglesia y sus alrededores. “Si te perdono, vida mía” Aleluya, aleluya,
aleluya, alabado sea el placer y se sueltan coros y cantos de todos los
presentes.
Sin embargo, los pecados de
Leticia y los perdones de Juan Murillo, siguieron como apasionantes capítulos
de una novela de lujuria, de sexo, de depravación. Era ese entorno una Sodoma y
Gomorra en ciernes. Pero todos los deslices de esa guapísima mujer no fueron
suficientes para socavar el gran amor que le profesaba su marido.
Generosa con su cuerpo, Lety
conoció los amores de una gran parte de los solteros porteños. Se anotaban en
una lista imaginaria, capitanes de barcos, ingenieros pesqueros, maestros,
policías. Y no había distingo en los gustos de la fémina.
Y ante esa actividad
placentera de la mujer tan incesante, Juan, siempre respondía. “La perdono, la
perdono. Y la perdono, alabada sea mi mujercita.”
Y Juan, siempre que le
avisaban de los actos carnales, de su esposa, fuera de su domicilio, iba con
alegría donde estaba. Y le decía “Vámonos mujer. Lávate tu cuerpo. Y regresemos
a casa. Era ese hombre un dechado de bondad, de amor y respeto.
El tiempo pasó. Y paso, hasta
que se produjo un milagro, para Juan. Después de que la delegada de ese puerto,
María Martina López, fue avisada que en unos departamentos de su propiedad, la
pastora Leticia, hacia actos carnales en público, con un inspector. Y corrió
avisarle a Juan para que fuera por ella. Y este noble hombre, fue al lugar y al
ver, otra vez, como infinidad de veces esas escenas de sexo, una vez más, le
dijo “Vámonos ya Leticia, te perdono, esposa mía”. Y esta sin rubor, sin pena.
Otra vez levanto la voz, para gritar con todas sus fuerzas. “Ya no me perdones,
Murillo”
Este cuento, tiene muchos
finales: Uno, Leticia, murió de un paro cardíaco, cuando buceaba en compañía de
un soldador de la Planta procesadora de mariscos. Dos, se fugó con el capitán
del barco carguero ruso Zhatllav. Y el tercero: que al regreso de La Paz,
acompañada de un chofer de los autobuses Águila, se accidentaron en la curva
antes de llegar al puente. Descanse en paz.
Y Juan y Joelito, viven en
Veracruz. Allá ese fiel, chaparrito y creyente hombre, recuerda con amor, a la
mujer de su vida. Leticia, nombre de reina... Y con esto nos despedimos.
Esperando les haya gustado este cuento