· A partir de la idea del color en estado puro, seis artistas reinterpretan la relación que hubo entre ambos artistas hace medio siglo
CIUDAD DE MÉXICO.- Mathias
Goeritz (Polonia, 1915 - Ciudad de México, 1990) e Yves Klein (Francia,
1928-1962) intercambiaron unas cuantas cartas en 1960. Era el intento de una
colaboración, sin concretarse, para la revista Arquitectura México. A pesar de
ser contemporáneos, era evidente la distancia geográfica y conceptual entre
ambos artistas. Los dos sabían que desarrollaban su trabajo desde polos
opuestos. Sin embargo, el alemán arraigado en México encontraba un eco en el
francés. Una resonancia al entender ambos el arte como un territorio de acción.
Más de medio siglo después de
esa fallida colaboración, la esencia estética de los dos se encuentra en el
Museo Experimental El Eco. El espacio recibe el monocromo del francés en la
arquitectura emocional del alemán. Se trata de la exhibición colectiva El día
es azul, el silencio es verde, la vida es amarilla, título que se tomó de un
poema escrito por Klein en 1952, mismo año en que Goeritz concebía el recinto
museográfico. En ambos casos, lo que interesaba a los artistas era construir un
espacio donde sucediera algo. Una acción estética.
A partir de la idea del color
en su estado puro, Paola Santoscoy, directora del museo, invitó a seis artistas
a exponer una obra que dialogara con ambos creadores. No sólo en términos del
monocromo sino del propio espacio, y, sobre todo, del concepto del arte como
acción. El punto de partida fue precisamente la torre amarilla que ocupa el
patio del museo, que se cubrió con el color Internacional Blue Klein.
Son dos artistas que tienen
ideas distintas, pero llegan a soluciones formales muy similares, casi
idénticas con las obra de los dorados. A
pesar de la diferencia Goeritz admiraba mucho a Klein; la admiración venía
justo de alguien que había tomado vías radicales en su posicionamiento frente
al arte y reconocía a quien más lo había hecho. Entonces la exhibición lo que
intenta hacer, mediante un gesto museográfico, es traer el color de Klein al
espacio de Goeritz”.
Es la primera vez, dice
Santoscoy, que el color de Klein se usa en una arquitectura en espacio abierto.
“Me parece que se acerca a lo que Klein buscaba con sus obras de convertirlas
en objetos independientes, autónomos”.
Las obras de los seis artistas
que se presentan alrededor exploran la noción de un campo de acción más allá
del momento histórico y sitúa el problema cromático como sustancia poética,
explica la también curadora. El recorrido inicia con Claudia Fernández, que
montó una serie de 300 objetos pintados con azul y puntos bancos simulando los
utensilios de peltre. Las pinturas ocupan la sala superior del museo y refieren
al universo exterior e interior de un color. Estas dialogan con tres cuadros
dorados de Gonzalo Lebrija, que son una evocación directa a Goeritz en su
propio museo.
Sigue una serie de cinco
fotografías de Andrea Martínez que ella tomó del cielo; a cada una da el título
con la latitud exacta donde hizo la imagen, pero esa referencia científica se
vuelve abstracta dentro de un museo donde solo se mira un monocromo azul. Ésta
se vincula con el conjunto de Yolanda Paulsen que son ubres de vaca y cabra en
bronce reciclado con un corte transversal; por la pureza de la superficie ésta
genera un brillo dorado que introduce lo animal y lo femenino al color.
En el área del bar se escucha
un manifiesto sobre el azul que escribió y grabó Melanie Smith, y el trayecto
concluye con el proyecto de Emanuel Tovar que consiste en recolectar pedazos de
pintura de la escultura El pájaro de fuego, de Goeritz en Guadalajara; un acto
que podría ser vandálico, pero que recuerda el color amarillo del museo.
Los artistas se abocan desde
el color, el monocromo y hablar de cómo el color o la ausencia de éste puede
ser un territorio de acción, discuten si el problema cromático no es cualquier
color. Esto se complementa con la exhibición del MUAC que da cuenta de cómo no
es solo el color azul el tema de Klein, sino el monocromo como una idea y el
color podía ser cualquier otro”, apunta Santoscoy.
Incluso, continúa, si en algún
punto se encuentran Klein y Goeritz en el dorado. Los primeros monocromos
amarillos-dorados de Klein se corresponden en tiempo con los mensajes de
Goertiz sobre este color. En ambos la hoja dorada significó una acción más allá
de la historia del arte, y entre tantas diferencias entre los dos artistas,
este color puede ser un epicentro para futuras investigaciones.
En las cartas que Goeritz
envió a Klein le confesaba desconocer y poco entender su obra, pero reconocía a
la vez la importancia del mismo. Y en ello sustentaba su interés para que el
también profesional de Yudo escribiera en México. El pintor francés tardó en
responder por cuestiones de salud, y al final no concretaron su colaboración.
Después de la muerte de Klein,
Goeritz escribió para la revista Arquitectura México en 1962, un texto que
tituló Una defensa: “Aunque mi obra se parece a la suya, en su esencia intenta
decir lo contrario. Es que los extremos se tocan. La diferencia fundamental es
que Klein daba un gran valor ‘artístico’ a sus obras (es decir: a sí mismo) y
yo encargo las mías por teléfono (como Malevich lo había profetizado),
considerándolas objetos decorativos que deben subordinarse bajo un conjunto
para lograr así una atmósfera espiritual”.
Para Santoscoy mirar a los dos
artistas en un mismo espacio significa entender “el campo del arte como un
territorio que no tiene límites y el gesto de usar el azul para pintar objetos
o un mundo, lleva el arte a un punto radical”.