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Hoy es lunes, 25 de noviembre de 2024

Sergio Ramírez, un constante experimento

El autor nicaragüense ha dejado de lado “la feliz improvisación de los primeros años”. Hoy “medita sobre cada texto escrito”

Sergio Ramírez, un constante experimento

CIUDAD DE MÉXICO.

Sorprender, contar historias redondas, “atrapar al lector antes que al asesino”, sigue siendo, tras 50 años de escribir cuentos, la misma ambición del nicaragüense Sergio Ramírez (1942).

“Sorprender con un final inesperado, aspirar a ser original, como si otros nunca hubieran contado esa misma historia ni utilizado el mismo lenguaje”, afirma en entrevista el narrador nacido en Masatepe (Nicaragua), donde escribió a los 14 años su primer relato, La carreta nahua.

“Descubrí que quería contar. Que contar comenzaba a volverse en mí una necesidad. Aunque se tratara del primero de tantos, como ese cuento vernáculo. Era un mundo que apenas me permitía verlo, pero al que yo quería penetrar, sin saber mucho aún de los secretos de la escritura”, confiesa.

Después de cinco décadas de explorar el género breve, el también editor y académico de la lengua decidió conformar la Antología personal. 50 años de cuentos (Océano), que acaba de llegar a las librerías y en la que reúne 20 de sus textos más representativos.

“No recuerdo cuántos relatos he escrito. Pero seleccionar de entre lo que uno ha escrito a lo largo de tantos años es difícil y doloroso. Escojo este, debo dejar este otro, cuál de ellos. Pero es un buen ejercicio de autocrítica. Nunca olvido a Rubén Darío: cuando hizo su antología personal dejó fuera todo Azul, su primer libro”, agrega.

Fue en 1956 cuando el ahora ganador de los premios Iberoamericano de Letras José Donoso y el Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Español envió su primer cuento al suplemento del diario nicaragüense La Prensa y se lo publicaron.

“Era sobre una carreta fantasmal que recorre los caminos en la alta noche, conducida por un esqueleto, en busca de almas pecadoras para llevarlas al otro mundo”, recuerda sobre su primera historia.

Otro momento decisivo en su formación, prosigue, fue cuando descubrió el humor. “Lo primero que hallé en las tertulias de mis tíos músicos en mi pueblo es que hay que saber reírse de uno mismo, antes de reírse de los demás. Si no, no hay humor posible. Y que el humor es una necesaria toma de distancia entre el narrador y lo que quiere contar, un instrumento para no comprometerse con el texto, con las tentaciones del melodrama y la seriedad de la retórica”.

La publicación de su primer libro, Cuentos, a los 20 de edad, fue una edición de 500 ejemplares que financió de su propio bolsillo. “Empecé mi vida de escritor como cuentista, y lo sigo siendo”, dice tajante.

Sobre los temas que ha abordado en este género, el exvicepresidente de su país detalla que se inspira en lo que hay de singular en lo que le rodea. “Lo que veo delante de mí y sé que puede interesar a otros si se los cuento. Y ese algo está generalmente en la vida de los pequeños seres, gente marginal, sin nombre, allí están mis protagonistas, que lo son a veces de las páginas rojas, a quienes fenómenos como el poder, por ejemplo, afectan al margen de sus propias voluntades”.

La evolución

Ramírez admite que le gusta por igual dar vida a cuentos que a novelas. “En la novela me siento a mis anchas, pues antes he podido saber qué es lo que quiero hacer. La novela, claro, da más libertad. El cuento tiene reglas más estrictas, muchas veces inviolables: un número limitado de páginas y, por lo tanto, una sola historia que contar, con pocos personajes. Pero la escritura de la novela es un viaje incierto, con destino improbable y, peor, porque en algún momento de la travesía los pasajeros se apoderan del barco y tomarán control del derrotero. En cambio, en el cuento uno debe saber desde el principio a dónde y cómo va a terminar”, señala.

A la pregunta de cómo saber qué tema se presta más para ser cuento o novela, quien preside el encuentro literario Centroamérica Cuenta responde que esto depende de cómo se desarrollará la narración.

“En la novela nunca me es posible saberlo de antemano, ya que debajo de ella discurren muchas corrientes secretas. No puedo saber a dónde voy a ir a dar con una novela. En el cuento lo sé de antemano”, indica.

¿Privilegia la forma o el contenido? “Las dos cosas van juntas, por eso decía que cada historia busca su forma y equivocarse en darle una forma adecuada puede llegar a frustrar la historia, u obligar a reescribirla. Quién va a contar es decisivo”.

El autor de Margarita, está linda la mar y Sara reflexiona sobre la evolución de su lenguaje y su estilo. “Nunca he dejado de ser experimental, siempre estoy buscando la novedad en lo que escribo y en la forma de decir las cosas. Pero sin olvidar que cada texto requiere su propia forma, su propio estilo. Es una necesidad que la historia que voy a contar demanda, cómo voy a contarla, y es una decisión que hay que tomar de antemano. Hay algo que se llama madurez y eso es lo que el tiempo nos va dando, porque uno llega a conocer mejor las reglas del oficio”.

Finalmente, reconoce que “hay algo que media ahora y antes no tomaba muy en cuenta: corregir mucho, en lugar de la feliz improvisación de los primeros años. Ahora medito sobre el texto escrito, lo que antes me parecía una pérdida de tiempo”.

Adelanta que recién terminó su novela Ya nadie llora por mí y trabajará en un nuevo libro de cuentos.

EL CENTERFIELDER (1969)

El foco pasó sobre las caras de los presos una y otra vez, hasta que se detuvo en un camastro donde dormía de espaldas un hombre con el torso desnudo, reluciente de sudor.

—Ése es, abrí —dijo el guardia, asomándose por entre los barrotes.

Se oyó el ruido de la cerradura herrumbrada resistiéndose a la llave que el carcelero usaba amarrada a la punta de un cable eléctrico, con el que rodeaba su cintura para sostener los pantalones. Después dieron con la culata del Garand sobre las tablas del camastro, y el hombre se incorporó, una mano sobre los ojos porque le hería la luz del foco.

—Arriba, te están esperando.

A tientas comenzó a buscar la camisa; se sentía tiritar de frío aunque toda la noche había hecho un calor insoportable, y los reos estaban durmiendo en calzoncillos o desnudos. La única hendija en la pared estaba alta y el aire se quedaba circulando en el techo. Encontró la camisa y en los pies desnudos se metió los zapatos sin cordones.

—Ligerito —dijo el guardia.

—Ya voy, qué no ve.

—Y no me bostiqués palabras, ya sabés.

—Ya sé qué.

—Bueno, vos sabrás.

El guardia lo dejó pasar de primero.

—Caminá —le dijo. Y le tocó las costillas con el cañón del rifle. El frío del metal le dio repelos.

Salieron al patio y al fondo, junto a la tapia, las hojas de los almendros brillaban con la luz de la luna. A las doce de la noche estarían degollando las reses en el rastro al otro lado del muro, y el aire traía el olor a sangre y estiércol. Qué patio más hermoso, para jugar beisbol. Aquí deben armarse partidos entre los presos, o los presos con los guardias francos. La barda será la tapia, unos trescientos cincuenta pies desde el home hasta el centerfield. Un batazo a esas profundidades habría que fildearlo corriendo hacia los almendros, y después de recoger la bola junto al muro, el cuadro se vería lejano y la gritería pidiendo el tiro se oiría como apagada, y vería el corredor doblando por segunda cuando de un salto me cogería de una rama y con una flexión me montaría sobre ella y de pie llegaría hasta la otra al mismo nivel del muro erizado de culos de botellas y poniendo con cuidado las manos primero, pasaría el cuerpo asentando los pies, y aunque me hiriera al descolgarme al otro lado, caería en el montarascal donde botan la basura, huesos, latas, pedazos de silletas, trapos, periódicos, animales muertos y después correría, espinándome en los cardos, caería sobre una corriente de agua de talayo, pero me levantaría, sonando atrás duras y secas, como sordas, las estampidas de los Garands.

—Páreseme allí. ¿A dónde creés vos que vas?

—¡Ideay!, a mear.

—Te estás meando de miedo, cabrón.

Era casi igual la plaza, con los guarumos junto al atrio y yo con mi manopla patrullando el centerfielder, el único de los fielders que tenía una manopla de lona era yo y los demás tenían que coger a mano pelada, y a las seis de la tarde seguía fildeando aunque casi no se veía, pero no se me iba ningún batazo y sólo por su rumor presentía la bola que venía como una paloma a caer en mi mano.

—Aquí está, capitán —dijo el guardia asomando la cabeza por la puerta entreabierta. Desde dentro venía el zumbido del aparato de aire acondicionado.

—Métalo y váyase.

Oyó que la puerta era asegurada detrás de él y se sintió como enjaulado en la habitación desnuda, las paredes encaladas, sólo un retrato en un marco dorado y un calendario de grandes números rojos y azules, una silleta en el centro y al fondo la mesa del capitán. El aparato estaba recién metido en la pared, porque aún se veía el repello fresco.

—¿A qué horas lo agarraron? —dijo el capitán sin levantar la cabeza.

Se quedó en silencio, confundido, y quiso con toda el alma que la pregunta fuera para otro, alguien escondido debajo de la mesa.

—Hablo con usted o es sordo: ¿a qué horas lo capturaron?

—Despuesito de las seis, creo —dijo, tan suave que pensó que el otro no lo había escuchado.

—¿Por qué cree que despuesito de las seis? ¿No me puede dar una hora fija?

—No tengo reloj, señor, pero ya había cenado y yo como a las seis.

Vení, cená, me gritaba mi mamá desde la acera. Falta un inning, le contestaba. Pero, hijo, no ves que ya está oscuro. Si ya voy, sólo falta una tanda, y en la iglesia comenzaban los violines y el armonio a tocar el rosario, cuando venía la bola a mis manos para sacar el último out y habíamos ganado otra vez el juego.

 

Sergio Ramírez, fragmento