De visita en México para dar una charla magistral, la traductora Helena Lozano Miralles rememora a Umberto Eco (1932-2016)
CIUDAD DE MÉXICO.
Umberto Eco (1932-2016) nunca salía a la calle sin su sombrero Borsalino. Con frecuencia caminaba de prisa y lo mismo se reunía con sus alumnos para comer pizza que con políticos e intelectuales en restaurantes de renombre. No se consideraba un hombre elitista. Sin embargo, uno de sus mayores placeres lo encontraba en las conversaciones brillantes que estaban condimentadas con chistes y juegos de palabras.
Otras veces optaba por el silencio de su biblioteca, ese laberinto donde también atesoraba su colección de libros antiguos, e indagaba todo lo que le causaba curiosidad. A menudo una búsqueda lo llevaba a otra y otra más, y tenía la capacidad de seguir esos hilos que alimentaban su erudición para explicar cualquier fenómeno cultural. Y cuando tenía tiempo, se escapaba a las librerías de ocasión en busca de más libros antiguos, cómics o de lo inesperado.
Así recuerda Helena Lozano Miralles al autor de Kant y el ornitorrinco y Baudolino, cuyos libros tradujo para el sello Lumen, y hoy está en México para dictar una conferencia magistral, abierta al público, el próximo 4 de mayo a las 19:00 horas, en el Instituto Italiano de Cultura, donde hablará sobre su trabajo, los problemas que ha enfrentado en su oficio y un breve acercamiento a Eco, su maestro.
¿Cómo describiría su estilo de traducción? Como decía Italo Calvino, el traductor es el mejor lector de una obra. El problema es que cada lectura de una obra es una interpretación y una lectura diferente. Cada traductor selecciona los aspectos de la obra que le parecen más importantes, sin olvidar el respeto que se le debe al texto. En mis traducciones intento conciliar un respeto absoluto por el original, lo que significa, en el caso de las novelas, desentrañar su mecanismo, es decir, conservar el juego textual que plantea el autor.
¿Necesitaba conservar la ironía de Eco? La ironía y la posibilidad de mantener la ambigüedad para que pueda surgir más de una lectura. Eso siempre es un desafío. Eco siempre combinaba elementos de cultura alta y popular, y mezclaba cómics con series de televisión, poesía barroca, hermética y contemporánea y sus lecturas teóricas. Él siempre guiñaba un ojo a todas las posibilidades culturales y eso evidentemente requiere un trabajo de documentación muy serio; muchas veces tenemos que ver cómo esos materiales culturales han sido recibidos en lengua española”.
¿No exigía una traducción literal? Habría que discutir lo que es exactamente la literalidad… Pero más que literal, yo digo que es un respeto absoluto por el texto. Hay que intentar que nuestras elecciones al traducir sean las más respetuosas, conservando la intención del texto.
¿A menudo usted vuelve a sus traducciones? Para un traductor responsable, no existe una versión definitiva. Así que ya no vuelvo a leer esos libros con la intención de traducirlos, porque seguiría cambiando cosas.
¿Realizará futuras traducciones? Queda muy poco por traducir, pero eso depende de las casas editoriales. Lo que resta son ensayos sobre la Edad Media, pero no tengo idea si esto se hará.
Para Helena Lozano, profesora en la Universidad de Trieste, ganadora del Premio Nazionale per la Traduzione de la República Italiana y quien también ha traducido Segundo diario mínimo, La misteriosa llama de la reina Loana, Decir casi lo mismo, El cementerio de Praga y Número cero, Umberto Eco era un genio que tenía una visión peculiar sobre el mundo y sus fenómenos culturales y políticos.
“No es una casualidad que fuera un semiólogo. Era una voz intelectual importantísima en este mundo. Imagine que él al teorizar la semiótica, decía que ésta debe analizar todo aquello que sirva para mentir. Y ahora que estamos en medio de las fake news, de la falsificación de la realidad desde las noticias, nos encantaría saber su opinión.
“Fue una persona con una lucidez y una capacidad de comunicar esa lectura suya que muy pocos intelectuales han tenido, con observaciones sobre los mecanismos profundos de cualquier comunicación. Para eso tuvo un papel absolutamente fundamental en su tarea como intelectual. Además, lo recuerdo como un profesor siempre volcado en sus clases y en la enseñanza, un hombre respetuoso de las ideas y propuestas de sus alumnos. Fue un gran maestro.”
¿Es acertado imaginar al autor de El nombre de la rosa aislado en una torre, leyendo un montón de libros a gran velocidad y en varios idiomas? Sí y no. Para él la biblioteca era un laberinto del cual había que salir, porque consideraba que la biblioteca debía usarse para leer el mundo. Él tenía esa capacidad de entrar y salir de la biblioteca a través de formas comunicativas, como el ensayo creado con rigor y mediante la narrativa con sus novelas.
¿A Eco le preocupaba la estrechez del lenguaje que priva en nuestros días? No puedo responder eso. Lo que sí puedo decir es que él tenía una actitud totalmente abierta hacia todo fenómeno comunicativo. Para él todo fenómeno comunicativo era bueno si servía a su propósito. El problema es cuál es el propósito del fenómeno comunicativo. Eso habría opinado.
Y añade: “Por ejemplo, él tiene una serie de columnas sobre el teléfono celular. Pero no en contra del objeto, sino del uso que se le da. Para él no era un problema la simplificación del lenguaje, sino la simplificación del pensamiento tras el lenguaje, es decir, que las carencias de lenguaje impliquen falta de ideas, de visión, de aprehensión, de cómo se capta el mundo”.