Un libro reciente de Cynthia Arvide da cuenta de los creadores mexicanos, en su mayoría autodidactas, que protagonizan los festivales y encuentros de arte urbano en todo el país
CIUDAD DE MÉXICO.
México conserva la tradición muralista en las generaciones jóvenes que retoman las calles para narrar su presente. Convierten en lienzos las bardas de unidades habitacionales, escuelas o bajopuentes, y en ellas proyectan su entorno. El más íntimo igual que el de su ciudad a manera de denuncia social. Como lo hicieron a mediados del siglo XX los tres grandes: Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco. Son, pues, los artistas urbanos los nuevos muralistas.
Si bien una de sus premisas es mantenerse al margen del mercado como un acto de rebeldía, en los últimos años han atraído la atención de galeristas y promotores. De ahí surge la iniciativa del libro Muros Somos: los nuevos muralistas mexicanos, de Cynthia Arvide. Una suerte de primer catálogo de los creadores mexicanos, en su mayoría autodidactas, que protagonizan los festivales y encuentros de arte urbano. Es un registro fotográfico de su trabajo, muchas veces efímero.
El objetivo es hacer una panorámica del arte urbano que a partir de la década de los 80 y 90 se fortaleció como propuesta emergente. Festivales y encuentros reunieron a una generación de autodidactas que distanciaron su trabajo de la pinta, o el grafiti, para crear narrativas contenidas en composiciones visuales formales. Son entonces relatos sobre la feminidad, el entorno, la crisis social, la descomposición, la política o proyecciones del paisaje natural.
Es una escena totalmente efervescente, en crecimiento exponencial, diría que es abrumadora la velocidad en que crece el número de artista interesados y la manera en cómo se comparten las obras es interesante, porque influye mucho la tecnología, ahora no sólo la ves en la calle sino el teléfono celular y no importa que sean efímeras”, explica Arvide quien hace una campaña en Kickstarter para fondear la impresión del libro con la editorial La Cifra.
El libro, con fotografía de Federico Gama, da cuenta de una veintena de artistas: Saner, Sego, Jesús Benítez, Germen Crew, Seher One, Smithe, Diego Zelaya, Norte, Rod Villa, Jorge Tellaeche, Lesuperdemon, Minoz, Neuzz, Fusca, Paola Delfín, Alfredo Libre Gutiérrez, Spaik, Colectivo Chachachá, Cix y Alegría del Prado. La mayoría nacieron en la década de los 80, y todos son mexicanos.
Quería hacer un panorama donde cada uno representará un estilo muy único, pero me encontré con repeticiones entonces la selección fue a partir de buscar a gente que hiciera cosas diferentes para mostrar las distintas formas de arte callejero, algunas trabajan en colectivo, otros son trabajos más efímeros y la mayoría se va encontrando en los festivales. Una de las líneas que tienen en común, además de pertenecer a la generación de los 80, es que crecieron con influencia de internet, cómics, hip hop, el skateboarding y los videojuegos. Esto les ofreció un panorama al arte de otros países, además de que todos asumen su identidad como mexicano”, puntualiza.
En términos estéticos, sus composiciones coinciden en una estética propia a los
videojuegos y a los colores e iconos de la cultura mexicana. Aunque se diferencian en las temáticas, pues no todos se interesan por hacer denuncia social; también hay piezas más íntimas y otras que retoman el origen prehispánico. “Exploran temas muy diversos como el hombre en el universo, el ser humano como un elemento pequeño en toda la historia del universo, hay referencia a los planetas, a la mujer, a la naturaleza”.
En la introducción del libro, Arvide explica que en estos 20 artistas sí hay un referente directo hacia los muralistas como Siqueiros y Rivera. Reconocen su influencia, aunque en el sentido estricto del muralismo los jóvenes marcan una distancia, pues la técnica es diferente. Sin embargo, coinciden con estos grandes en la intención de mejorar el espacio público donde desarrollan sus obras. “Los artistas trabajan en conjunto con los habitantes de un barrio para definir el tema del mural, y capacitan a niños y jóvenes para que ellos también participen en este proceso artístico, incentivando un cambio desde las personas”, escribe.
Arvide traza una diferencia entre el grafiti y el arte urbano a partir del sentido de cada disciplina. Explica que el muralismo urbano se deriva de las pintas en paredes, y se asocian a expresiones de rebeldía. Estas son hechas con pintura aerosol, la mayoría son oraciones en lenguaje encriptado y su intención es delimitar un territorio. Los autores no son propiamente artistas y su objetivo no es crear una obra de valor estético. Buscan reconocimiento social.
“En cambio, el arte urbano, que se ha llamado también post-grafiti y su definición sigue ampliándose, opera de otra forma. Emplea una diversidad de técnicas, que pueden incluir aerosol, pintura acrílica, esténciles o plantillas, calcomanías, carteles y murales. El fin es generar obras de arte en la calle, tanto en propiedad privada como pública. De esa forma usar la calle como plataforma de exhibición y de comunicación y volver el arte accesible a cualquier persona”, apunta en el libro.
La diferencia es notoria incluso en la evolución de los propios entrevistados. Algunos iniciaron en la clandestinidad, pero desarrollaron una estética propia hasta llegar al arte. Es el caso de Jesús Benítez, que inició con pintas a los 13 años de edad, pero ahora sus composiciones refieren a universos de ciencia ficción. Un caso similar es Spaik, que inició en 1999 con grafiti y, luego de viajar por el país y conocer otros lenguajes pictóricos, construyó una estética inspirada en leyendas y tradiciones de culturas nativas de México y de América Latina.
Arvide comenta que, aun cuando el muralismo callejero crece en reconocimiento y es su mayor la inserción al mercado, mantiene su carácter efímero. En ese sentido, el libro hace de memoria de una generación que dejó la pinta para hacer narrativa urbana en una galería al aire libre.