El Museo del Palacio de Bellas Artes exhibirá en junio al menos 100 piezas de Pablo Picasso y de Diego Rivera, dos pintores cuya amistad fue intensa y breve, aunque acabó rota
Es comprensible que dos genios tomaran distancia uno del otro. Diego Rivera (1886-1957) y Pablo Picasso (1881-1973). Dos monstruos del arte pictórico del siglo XX que encontraron competencia entre sí. Creadores sostenidos en el ego. Inmersos en la búsqueda por la originalidad, la unicidad de su obra. Y toparse con un semejante, tal vez, poco les gustó. Fue en el París de 1914 cuando se conocieron, en la explosión del cubismo. Su amistad fue intensa, aunque breve. Su ruptura: cuando el muralista acusó de plagio al pintor de Málaga.
Rivera llegó a España en 1907. Huía del modelo estándar de artista mexicano, y buscaba expandir sus posibilidades. En 1909 se mudó a París. Para entonces ya admiraba a Picasso, cuatro años mayor. En la ciudad luz, en la efervescencia de la bohemia artística, ambos pintores se frecuentaron. El pintor mexicano había alcanzado en creatividad a su colega español. Eran dos iguales. Dos jóvenes en vísperas de convertirse en “monstruos” de la plástica. Tan semejantes en sus propuestas pictóricas, que algunos críticos llegaron a confundir sus obras, cuenta el historiador James Oles: “Rivera, cuando se va a estudiar al extranjero estaba muy atrás, porque en México no se sabía siquiera qué era el expresionismo, nada de Cézanne. Entonces cuando llega a Europa estudia mucho, lee mucho, y su cualidad es haber alcanzado a Picasso. En 1915 Rivera hacía cuadros tan bonitos y tan complejos como Picasso”. De estos paralelismos y encuentros trata Picasso y Rivera: Conversaciones a través del tiempo, una exposición con más de 100 pinturas y grabados del dúo. Ahora se exhibe en el Museo de Arte del Condado de Los Ángeles, California, Estados Unidos, y en junio próximo llegará al Museo del Palacio de Bellas Artes. Un reencuentro entre los dos genios que no califica quién fue mejor. Imposible de hacerlo, refiere Oles, quien participó en el equipo curatorial. Más bien coloca a los dos pintores en el mismo nivel para revisar sus coincidencias estéticas, académicas e incluso personales.“Los dos son hombres, con presencia dominante en su momento histórico; cada uno tiene sus contrincantes, y los dos querían ser el número uno. Picasso quería seguir siendo dominante. Rivera quería convertirse en un grande.Tenían cosas en común como que los dos hablaban español, los dos eran pintores, estudiaron en academias clásicas. Me los imagino caminando por las calles de París hablando de pintura o hablando de mujeres”, refiere el historiador en entrevista.Coincidencias que no siempre les gustaron. Oles cuenta que cuando Rivera pintó Paisaje zapatista —originalmente con otro título—, Picasso decidió modificar un cuadro con trazos similares. Tal vez esa búsqueda por ser el único los separó. La anécdota cuenta que se distanciaron cuando el muralista reclamó al padre del cubismo de copiar un cuadro suyo. Pero Oles recuerda que Picasso lo hacía con todos. Sus amigos escondían sus obras cuando los visitaba en sus estudios. Para este diálogo estético, Diana Magaloni, directora del Programa para el Arte de las Antiguas Américas del LACMA, junto con los curadores Juan Coronel Rivera y Jennifer Stager y James Oles, propuso una lectura simultánea. Una revisión desde sus estudios en la academia, su influencia del cubismo en París hasta el regreso de cada uno a sus países de origen. Trayecto en el que los óleos originales dialogan con piezas prehispánicas y grecorromanas.
“Lo que hace la exposición es mostrar que, para entender a Picasso, hay que verlo en relación con Rivera, y para entender a éste hay que verlo con respecto a Picasso”, ataja Oles.