CIUDAD DE MÉXICO
Es común que las historias que se acuñan y preservan —a latigazos de doctrina o pistola en mano— para tonificar las mitologías que sostienen el tinglado de apariencias con el que una nación desfila, a lo ancho del mundo y a lo largo del tiempo, estén habitadas por personajes lisos y baldíos en quienes no pinta bien la incertidumbre ni se confunden o mezclan los dobleces del heroísmo con la maldad rampante. La televisión ordinaria y algunos libros que hacen alarde de “buenas intenciones” han abonado con creces esta miope costumbre narrativa, pero nunca faltan oportunidades en las que la literatura, que siempre ha sido letras de otro costal, devuelve el golpe con manopla y sacude el sopor de la audiencia de lectores.
Ejemplo claro: Méjico, una novela en la que el narrador y periodista Antonio Ortuño (Zapopan, 1976) descargó ocho años de escritura, y que ajustó concertando memorias familiares e invenciones literarias, para hacer un relato de ida y vuelta entre el exilio provocado por la Guerra Civil Española y la realidad tiznada de violencia que desde hace años se padece, sin posibilidad de tregua a la vista, en este país: “Un balazo en Méjico era una flor en el jardín o la lluvia en la cara, un fenómeno que no importaba a nadie, salvo a quien gozara de él”.
Los versos de una canción ranchera y dos disparos detonan la acción de lenguaje bragado con la que se encarrila la narración de Omar Rojo —el descendiente de una familia de republicanos españoles que arrastran como equipaje la crónica de una lucha fallida y la sombra de una venganza obsesiva—, cuando tiene que escapar de la escena de un crimen y de los puños homicidas del vasallo de un líder sindical corrupto y celoso; pero en el transcurso, Ortuño libra con eficiencia una marejada de arriesgados clichés; describe a la especie que llama Gatonejo: “una cosa que nació en un lado, pero con los pies en otro y sus patas no se corresponden con sus orejas”; visita a una comerciante de manuscritos legendarios, “una hacedora de inéditos”; y revisa las mañas de identidad nacional: “para un mexicano, todo el que no se entusiasmara con los guisos típicos y mostrara indiferencia ante las fobias y pasiones nativas (amor por cierta música más o menos espantosa, odio por ciertos países más o menos antipáticos, que podían incluso ser el del origen de la familia de la víctima) se convertía irremisiblemente en un alucinado, en un impostor, en un mamón”.
En
Méjico, todos los involucrados huyen cuando la muerte irrumpe a quemarropa o arman la fuga en busca de horizontes menos cerrados que los que intuyen como destino.
La trama pisa sin reparos un terreno plagado de malas hierbas, en donde los perseguidos se revisten de verdugos al mínimo giro de las circunstancias. Y el remate pega en el blanco: Ortuño vuelve a las andadas con una novela de fulminante puntería narrativa. Nada menos.
estampasinfrecuentes.blogspot.com
rafamirandabello@gmail.com