La colosal construcción de piedra volcánica y basalto estilo “neomaya y Rivera clásico”, que el muralista diseñó y no pudo ver terminada, fue un sueño de piedras y tepalcates. Agencia Ciudad de México.
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Ciudad de México.- LOS JUDAS “¿Usted piensa en la muerte?”, cuestiona con cierto morbo el periodista Luis Suárez al pintor.
“Siempre”, responde el muralista sin apartar su ojo del lienzo. “¿No lo ve? Si usted mira alrededor, en cada rincón de mi taller verá muertes por todos lados, muertes de todos tamaños y colores”.
Luis teme haber ofendido al afamado artista y guarda silencio mientras los óleos comienzan a devorarse el blanco de un espectro a lápiz. Luego de un par de minutos, el joven español se acomoda sobre el exótico silloncito (equipal le llama Diego) que han dispuesto para la visita y se inclina sobre las rodillas. Intenta afinar el sentido de su última pregunta.
“Yo no me refería a esa muerte popular”, increpa el periodista abriendo los ojos sobre el hombro del gigante. “Hablaba de la otra muerte, la que le llega a todos los hombres”, concreta.
Diego se detuvo, como si hubiera despertado de un trance, dejó la paleta y remojó el pincel en un vaso. Ante el temor del preguntón, se le acercó como encarando su morbosidad: “¿Gusta usted un poco de té?”. Así, el fatigado viejo tomó un termo y vació el té en unas curiosas jarritas color marfil. El muralista, con los ojos medio cerrados agudizó la sonrisa, se recostó sobre su asiento y dijo:
“Luisito, ¿ve usted esos gigantes ‘demonios blancos’ que acompañan mi estudio? Se llaman Judas y son verdaderas obras de arte, de arte popular, el arte más realista que existe. Esas maravillas son producto del ingenio del pueblo. Son obras de arte destinadas al sacrificio, para la alegría y diversión feroz del pueblo que las produce; tienen pues, un destino extraordinario. Son construidas y ejecutadas con el desinterés más absoluto. Quienes las construyen son carpinteros, herreros, sastres, zapateros, comerciantes en pequeño, cargadores, campesinos, cultivadores de flores etcétera, todos los días del año que no son los que anteceden al sacrificio, ¡me entiende!”, replica al muchacho que lo mira detrás de su libreta. “Y los quemadores de los Judas”, continúa luego de un sorbo, “destruyen en ellos la imagen de alguien que odian, a veces la escultopintura es admirable y logra un verdadero retrato de algún personaje popular pero detestado por el pueblo; otras, alguien encarga el retrato de aquel a quien quiere ver quemar y despedazar en efigie; pero las más de las veces son solo creaciones expresivas entre quienes es frecuente la presencia del Diablo. Estos Judas son una transferencia de la querida Calavera, la amante invariable del pueblo mexicano, son la muerte misma, mi estimado Suárez”, concluye el maestro.
Luis, el reportero sagaz, no sabe por qué ha venido a cuento la historia sobre los Judas que Rivera le acaba de contar, pero ya no sabe si interrumpir al meditabundo Sapo rana, como gusta ser llamado por sus amigos.
“Yo soy el Judas del pueblo”, dice Rivera luego de un profundo silencio. “Un diablo que será sacrificado para que el pueblo desahogue con su quema algo de su neurosis. La muerte me viene bien porque es una dama y yo a toda dama espero con impaciencia y deseo. De lo demás querido Luis, de lo demás ya se encargarán ustedes, mis amigos y enemigos, de contar en biografías lo poco o mucho que hice y dejé por hacer. Y eso, hacer más y mejor que la pintura que pude realizar, eso será la tarea de los muchachos, de los jóvenes socialistas del mundo”.
LA MUERTE
En 1951, Diego Rivera es diagnosticado con cáncer en los genitales. La noticia es recibida por el pintor como el cumplimiento de una fatídica visión. Ante sus ojos, la víspera de los 70 años era la señal para preparar su propia muerte. Diego había relatado con cierto detalle en sus memorias, que a los 70 años moriría. Su padre y abuelo con dificultad habían cruzado el umbral de los 70, y su madre apenas había llegado a los 62. Sin embargo, Rivera comenzó no solo a cerrar proyectos sino a buscar nuevas aventuras, ejecutó ocho murales, dictó decenas de conferencias y realizó increíbles retratos y acuarelas. No paró de pintar, de reflexionar, de hacer crítica social, según sus propias palabras.
En 1953 tuvo una recaída ocasionada por el tratamiento contra el cáncer. No parecía tener opción, el pintor debía someterse a una etapa terminal sobre su condición. Uno de sus más entrañados amigos, el doctor Millán, recomienda amputar el pene y testículos de Diego para buscar salvarlo de la enfermedad. “Me niego a aceptar la amputación de esos órganos que me han dado el más grande placer que conozco”, sentencia Rivera. Pese a su enfermedad, siguió siendo un tipo sonriente de hábil discurso e implacable inteligencia. Bajo la idea de su muerte, Rivera entró en una vorágine creadora que tendría como consecuencia la consolidación de un proyecto único que, como sueño, había iniciado con una borrosa visión. El sueño eran piedras, tepalcates, fantasmagorías de un pasado disperso, amenazado, oculto en las sombras. El sueño de Rivera tenía que ver con exponer el nervio de su realismo para confirmar su legado al mundo, el legado de “su producción vital, como entidad viva, como árbol o mineral”. Lo único que despertaba al muralista del trance era la aparición de su muerte, de la muerte de su esposa, de lo mórbido del arte en su abstracción. Así las cosas, Diego hace lo que puede por no perecer antes de terminar su obra, antes de salvar su legado de la destrucción.
EL PROYECTO
En 1940, Diego acepta una invitación para pintar en San Francisco, en la exposición universal, para la inauguración del Golden Gate. Ahí ejecuta el mural Unidad Panamericana, Rivera pintó esa obra sobre la idea de la fusión entre lo artesanal y lo mecánico y así tuvo una revelación.
Diego regresó a México y en cuanto pisó suelo fue a visitar su terruño en San Pablo Tepetlapa; donde él y Frida tenían una suerte de granja que estaba siendo acondicionada como un estudio para ambos, apartado de la ciudad. Comenzó así, frenéticamente, una construcción que sería una “Casa para sus ídolos” como le decía. Diego tomó sus notas de viaje y sus ideas sobre la arquitectura orgánica y se las presentó a su amigo Juan O’Gorman, mismas que había discutido con el propio Frank Lloyd Wright. Así, Juan decidió apoyar el ambicioso proyecto de su maestro y juntos comenzaron la construcción de una especie de casa-estudio-museo. El proyecto quedó definido en sus cartas y anotaciones como “Las piedras” y dedicaron todas sus inquietudes experimentales a dar forma al loco sueño de Diego.
Sin usar los procesos industriales de cimentación, Juan siguió los caprichos de Diego y conformaron un grupo de trabajadores de la región de San Pablo para picar piedra y esculpir el edificio desde las raíces. Según lo previsto, usar la segunda capa de roca volcánica debía otorgar al proyecto una fusión total con el ambiente pedregoso y debía mimetizar la arquitectura con las condiciones telúricas del cerro.
A la par, Frida se encargó de catalogar las piezas prehispánicas, los ídolos que debían estar colocados sobre las repisas de “Las piedras”. Diego llevaba una especie de fichero de cada pieza de su colección. Un dibujo, una foto, un registro de compra y las medidas y sobrenombre de cada ídolo se convertían en el inventario que Frida debía “curar” para decidir su sitio en el museo aquél, producto del arte en acción. Frida entonces acomodaba las piezas en cajones de madera, con número y foto, así como con un pequeño bosquejo que daba testimonio de las cualidades, de color, forma o textura, que Diego encontraba en ellas.
Amigos, alumnos, conocidos, habitantes del pueblo y curiosos de todas partes dan testimonio del esfuerzo de Diego, colosal, por concretar su construcción de estilo “neo-maya y Rivera clásico”, para disponer así de un espacio de observación y conocimiento del arte precolombino. Pasaron 10 años de arquitectura experimental hasta que aquel museo de arte en acción se volvió un monstruo incontrolable para su creador.
EL LEGADO
El 8 de diciembre de 1956, Diego estaba a la mitad de un festival en las ruinas de su construcción inconclusa: sus piedras, su Anahuacalli, como había decidido llamarle para entonces. La inmensa mole de basalto estaba de pie sobre cuatro torres, una para cada punto cardinal del cosmos, sin techo, con unas inmensas ventanas que dejaban correr los vientos y tormentas por los pasillos: ya habitados por algunas piedras del “idolaje” de su colección. Tres niveles daban forma a una especie de pirámide negra de escalinatas internas en espiral. El nivel medio era aquel que la gente pisaba, donde el fiestón daba paso a un ritual de danzas precolombinas y ritos de renovación. Al nivel del aire, sobre los andamios no de pintura pero sí de construcción, se subía por las rocas hasta montar alguna de las torres; pronto se volvía un mirador del paisaje. Un último nivel, el de las profundidades, permitía descender por la oscura y húmeda pedrería. Ahí abajo, decía Diego, “estoy yo, está un demonio”.
Finalmente había vencido al cáncer y festejaba con los suyos la victoria en su cumpleaños 70. Diego venía de un largo viaje, uno que asemejaba al del Mictlán que tanto esperaba. El pintor había sido readmitido en el Partido Comunista Mexicano y pudo ser tratado en la URSS de su cáncer con radiación experimental de bomba de cobalto. “Un milagro”, decía Diego. El nihilista había sido convencido por los avances de la ciencia soviética de que la cura era posible y que, tal como le dijeron los médicos en Moscú, “gozaba de excelente salud”. Ya no hablaba del maleficio de morir a los 70 y parecía algo satisfecho con la garantía de su legado. La celebración de Diego dio paso a unas palabras del muralista:
“Todos los edificios, con todos los muros del pueblo, para los artistas del pueblo. Ni un solo hecho histórico y constructivo de las patrias socialistas sin conmemoración plástica. Ni una sola pared de un edificio público, una fábrica, una granja colectiva, una escuela, ni una sola fachada de una casa obrera, sin una obra de los artistas del pueblo”.
Casi un año después de esto Diego murió, fue cremado y sus cenizas, pese a sus deseos, fueron depositadas en la Rotonda de las Personas Ilustres, en el Panteón Civil de Dolores, en la Ciudad de México. El Anahuacalli se inauguró siete años después, sin los restos mortales del pintor pero con todo su legado ideológico y estético en las entrañas. Carlos Pellicer tomó la palabra en aquel día solo para recordar las frases que Diego había pronunciado en su cumpleaños 70. Hace ya 50 años de aquello y más de 80 de que Diego decidiera dar vuelo a su sueño.
Hoy, a medio siglo, su Anahuacalli, su museo, su monstruo está esperando despertar con toda la fuerza artística que su creador, el demonio blanco, legó a costa de su propia muerte.